Amante ataca a esposa embarazada en el juicio — y el millonario ignora que el juez es su padre4 min de lectura

**Diario Personal de Elena Márquez**

La mañana en el Juzgado de Familia de Madrid estaba densa, cargada de un silencio que anticipaba tormenta. Fuera, los periodistas aguardaban con avidez, seguros de que aquel juicio entre un empresario célebre y su esposa embarazada escondía más que un simple divorcio. Entre el murmullo, subí los escalones con pasos vacilantes. Mi vestido premamá azul celeste no lograba ocultar el temblor de mis manos. Estaba allí para pedir medidas de protección contra mi marido, Javier Salvatierra, uno de los nombres más poderosos en el mundo tecnológico de España.

Un Audi negro se detuvo frente al edificio. Javier bajó con esa arrogancia de quien está acostumbrado a brillar en titulares. A su lado, Lucía Delacroix, su amante, lucía un traje blanco impecable y una sonrisa que encendió susurros entre la gente. Parecían salidos de una gala, ajenos al dolor que dejaban atrás.

Dentro, el juez Santiago Herrera dirigía la vista con expresión grave. Cuando sus ojos se posaron en mí, noté un destello de reconocimiento, aunque no supe por qué. Mi abogada presentó pruebas del control económico, el aislamiento y las amenazas veladas que sufrí. Hablé con voz quebrada, una mano siempre sobre mi vientre.

La defensa de Javier intentó pintarme como una mujer inestable, atribuyendo todo a los “hormonas del embarazo”. Lucía no dejaba de poner los ojos en blanco, susurrando comentarios ácidos que hasta incomodaron al abogado de Javier.

La tensión estalló al mencionar la infidelidad. De pronto, Lucía se levantó, furiosa.
—¡Ella miente! —gritó.
El juez golpeó el martillo. —¡Orden en la sala!

Pero Lucía, ciega de rabia, se abalanzó sobre mí y me lanzó una patada brutal en el vientre. Un grito desgarrador llenó el aire. Caí al suelo, retorciéndome de dolor, mientras un charco oscuro se expandía en el mármol. El caos se apoderó de todo: gritos, flashes, agentes intentando sujetar a Lucía.
—¡Necesitamos una ambulancia! —ordenó el juez Herrera, pálido.

Mientras me llevaban en camilla, algo dentro de mí se quebró. No solo el miedo, sino una confusión profunda. Porque en medio del pánico, el juez miró mi collar… y su expresión cambió.

Esa noche, mientras luchaba por mi vida y la de mi bebé en el Hospital La Paz, un mensaje anónimo llegó a mi móvil:

*”Si eres Elena Márquez… creo que soy tu padre.”*

Desperté entre máquinas que pitaban suavemente. El monitor fetal marcaba un ritmo desigual. El dolor persistía, pero era la angustia lo que me mantenía despierta. Mi teléfono vibraba con mensajes de desconocidos, repitiendo la mentira de Javier: que todo había sido un accidente. No quise seguir leyendo.

Horas después, la puerta se abrió. El juez Herrera entró, con la mirada cargada de algo indefinible: duda, culpa, esperanza.
—No vengo como juez —dijo en voz baja—, sino como un hombre que cree… que quizá seas mi hija.

Me quedé helada. Mi madre, fallecida hace dos años, jamás habló del pasado. Evitaba cualquier mención a mi padre. Con manos temblorosas, tomé la foto que Santiago me tendía: una joven idéntica a mi madre, abrazando a un Santiago veinteañero. Y en su cuello… el mismo collar que siempre llevé.

Antes de que pudiera reaccionar, llegó María Cifuentes, una abogada especializada en violencia de género.
—Tu caso es más grande de lo que parece —dijo, abriendo una carpeta—. Javier tiene un historial oculto. Hace cinco años, su ex pareja murió tras una “caída”. Los informes se manipularon. Y Lucía estuvo ahí días antes.

Un escalofrío me recorrió.
—¿Crees que intentaría…?
—Sí —respondió María con firmeza—. Y lo hará de nuevo. Por eso debemos movernos antes que él.

Poco después, apareció Miguel Robles, un detective retirado que investigó el caso de la ex pareja de Javier. Traía declaraciones de testigos, pruebas ignoradas.
—Todo encaja —dijo—. Esta vez no nos callarán.

La enfermera Laura Benet, testigo de otros casos similares, aportó informes médicos ocultos.

Ante tanta verdad, el mundoY, mientras la pequeña Alba dormía en mis brazos bajo la luz tenue del hospital, supe que por fin habíamos roto las cadenas del miedo, dejando atrás las sombras para abrazar un futuro donde ninguna mujer tendría que luchar sola.

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