Arrojaron mi destino a la basura, pero cuando el perro policía se sentó junto a él, entendieron que su vida había cambiado para siempre.6 min de lectura

**Capítulo 1: El Objetivo**

Aguanté la respiración, contando las grietas en el suelo de linóleo de la cafetería.

Uno, dos, tres.

Si no levantaba la vista, tal vez no me verían. Esa era mi regla en el Instituto Cervantes. Ser invisible. Ser un fantasma. Cabeza baja, hacer tu trabajo y largarte. Pero hoy, el universo tenía otros planes. Una sombra cayó sobre mi bandeja, tapando las luces fluorescentes y dejando un escalofrío en mi pizza tibia.

“Oye, Cerebrito.”

La voz era grave, con ese tono falso y relajado que siempre precede a la violencia. Era Álvaro. Claro que era Álvaro. El capitán del equipo de fútbol, el rey del instituto y el tipo que había decidido que mi vida sería un infierno desde que llegué hace tres meses. Olía a colonia cara y a privilegio.

No contesté. Solo apreté más mi libro de Matemáticas Avanzadas, los nudillos blancos contra la portada. Intenté concentrarme en las derivadas, en las integrales, en la lógica de los números que sí tenían sentido en este mundo que no lo tenía.

“Te estoy hablando,” gruñó Álvaro, golpeando la mesa con su mano grande y callosa.

El tetrabrik de leche saltó, derramando unas gotas. La cafetería, normalmente llena de ruido, se quedó en silencio a nuestro alrededor. A la gente le encanta un espectáculo, siempre que no sean ellos los protagonistas. Sentía las miradas de las animadoras, los frikis, los que pasaban desapercibidos… todos clavando los ojos en nosotros.

“Solo quiero comer, Álvaro,” susurré, alzando la vista por fin. Mi voz sonó débil, extraña en mi propia garganta.

Él sonrió, mirando a sus esbirros—Jorge y Dani—que reían como hienas detrás de él. Eran copias suyas, solo que con menos neuronas y más agresividad. “¿Oyes eso? Quiere comer. Pero sabes qué pienso yo? Que piensas demasiado. Tantos libros… son malos para la vista.”

Antes de que pudiera reaccionar, Jorge arrancó el libro de mis manos. El papel se rasgó un poco.

“Devuélvemelo,” dije, temblando. No de miedo—aunque lo había—sino de una rabia contenida que no podía soltar. No todavía. No podía dejar que vieran quién era realmente.

“¿Lo quieres?” Jorge se burló, alzándolo por encima de su cabeza. Dio unos pasos atrás, jugando al tira y afloja como si fuera un perro. “Ven a buscarlo.”

Lo lanzó por el pasillo. El libro giró en el aire, un proyectil pesado de conocimiento, y aterrizó con un golpe sordo en el cubo de basura gris cerca de la salida. La bolsa de plástico crujió mientras mi futuro—mis apuntes, mis deberes, los códigos que había descifrado—se hundía entre restos de hamburguesas y corazones de manzana.

Álvaro se inclinó hacia mí, invadiendo mi espacio. “No necesitas estudiar, pringao. Donde vas a acabar, nadie lee. Eres un estorbo en este instituto.”

La mesa estalló en risas. Un sonido cruel, cortante. Me levanté, la silla chirrió contra el suelo. Mis manos temblaban. Caminé hacia el cubo de basura, sintiendo el calor subiéndome a las mejillas. La humillación era un sudor frío en mi nuca.

Estiré el brazo hacia el cubo. Tenía que recuperar ese libro. No era solo por los deberes.

**Capítulo 2: La Brecha**

Mi mano estaba a centímetros del cubo cuando el mundo estalló.

¡CRASH!

Las puertas dobles de la cafetería no se abrieron—explotaron hacia dentro, golpeando los topes con la fuerza de un tren.

“¡TODOS AL SUELO! ¡MANOS A LA VISTA! ¡AHORA!”

El grito era gutural, amplificado por un megáfono. No era el director con un parte. No era el conserje con sus manos en la cintura.

Era un equipo táctico completo.

Chalecos negros. Cascos. Fusiles apuntando. “¡POLICÍA! ¡QUIETOS!”

Y a la cabeza, un pastor alemán, una bestia musculosa tirando de la correa, sus garras arañando el suelo pulido. Su ladrido retumbó contra las paredes.

El caos estalló al instante. Gritos, estudiantes tirándose bajo las mesas, bandejas volcadas. Álvaro y su pandilla se quedaron petrificados. Su risa murió en sus gargantas, pasando de dominantes a aterrados en un segundo.

“¡AL SUELO!” rugió un agente, avanzando con el arma en ristre.

Me arrodillé junto al cubo, entrelacé las manos tras la nuca. Respiré hondo. Sabía el protocolo. Lo había ensayado mil veces en mi cabeza, aunque nunca imaginé que pasaría en pleno almuerzo.

Álvaro, sin embargo, estaba en pánico. Alzó las manos, temblando. “¿Qué pasa? ¡Mi padre está en el ayuntamiento! No pueden—”

“¡CIERRA EL PICO Y TÍRATE AL SUELO!”

El guía del perro soltó la correa. El animal no ladró más. Se puso en modo trabajo. Olfateó frenéticamente, ignorando la comida, el miedo en el aire… y arrastró al agente directo hacia nuestro rincón.

Hacia Álvaro.

Álvaro emitió un gemido, tropezando con Dani. “¡No he hecho nada! ¡Solo era una broma al empollón!”

Pero el perro no se detuvo ante él. Pasó de largo… y se plantó frente al cubo donde había caído mi libro.

Se sentó. Perfectamente. Rígido. Alerta.

La señal.

El agente palideció. Miró hacia mí, luego al cubo, luego a Álvaro y su pandilla, cuyas huellas estaban frescas en el “testimonio.”

“¡Positivo!” gritó el agente en su radio. “¡Código Rojo! ¡Nadie sale! ¡Necesitamos al equipo antibombas!”

¿Antibombas?

Álvaro miró el cubo, luego a mí. Su cara perdió todo el color. “¿Qué… qué has metido ahí dentro?”

Levanté la vista y, por primera vez en tres meses, dejé caer la máscara. Ya no parecía el alumno nuevo asustadizo. Lo miré directamente a los ojos.

“No he metido nada, Álvaro,” dije, calmado. “Pero tú acabas de tirar mi libro justo encima de lo que buscan. Y gracias a tu juego, tu olor está por todas partes.”

El agente agarró a Álvaro por la chaqueta cara y lo estampó contra la pared. “¡Espósalo!”

“¡No! ¡Espera! ¡Es su libro!” chilló Álvaro, señalándome. “¡Es el raro!”

El agente me miró. Yo seguía arrodillado, tranquilo. Señalé el cubo.

“Agente,” dije claro. “Mire el doble fondo del cubo. No es mi libro. Es lo que hay debajo.”

**Capítulo 3: El Interrogatorio**

Evacuaron la cafetería en segundos. Los alumnos salieron en fila, manos en la cabeza, escoltados por policías. Pero no nosotros. No a mí, ni a la pandilla de Álvaro.

Nos separaron.

A Álvaro le esposaron las manos frente a todo el instituto. El “Rey del Cervantes” lloraba, mocos mezclados con lágrimas. Patético. Jorge y Dani ya estaban en el suelo, vomitando de los nervios.

Un agente me llevó aparte, pero no me esposó. Me guió hacia la salida de cocina, lejos de las miradas.

“Dijiste ‘doble fondo’,” gruñó el agente. “¿Cómo sabías lo del doble fondo?”

“”Porque vi al conserje colocarlo durante la segunda hora,” mentí sin pestañear, sabiendo que aquella mentira era solo el principio de una batalla mucho más grande que apenas empezaba.

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