—Debe de estar de broma —dijo Lucía, mirando a Javier Menéndez con los ojos muy abiertos.
Él negó con la cabeza.
—No, no bromeo. Pero te doy tiempo para pensarlo. Porque la propuesta no es nada común. Incluso imagino lo que estás pensando ahora. Reflexiona, medítalo… volveré en una semana.
Lucía lo observó, desconcertada. Las palabras que acababa de escuchar no encajaban en su mente.
Conocía a Javier Menéndez desde hacía tres años. Era dueño de una cadena de gasolineras y otros negocios. En una de esas gasolineras, Lucía trabajaba como limpiadora. Siempre saludaba al personal con amabilidad y hablaba con cordialidad. En general, era un buen hombre.
El salario en la gasolinera era decente, y muchos querían trabajar allí. Hacía unos dos meses, después de limpiar, Lucía estaba sentada fuera: el turno estaba a punto de terminar y le quedaba un poco de tiempo libre.
De repente, se abrió la puerta del acceso para empleados y apareció Javier Menéndez.
—¿Puedo sentarme?
Lucía se levantó de un salto.
—¡Claro! ¿Por qué lo pregunta?
—¿Y por qué te levantas así? Siéntate, no muerdo. Hoy es un buen día.
Ella sonrió y volvió a sentarse.
—Sí, en primavera siempre parece que hace mejor tiempo.
—Es que todos estamos cansados del invierno.
—Puede que tenga razón.
—Siempre quise preguntarte: ¿por qué trabajas de limpiadora? Marta te había ofrecido pasar a ser operadora. Mejor sueldo, trabajo más liviano.
—Me encantaría, pero no puedo por el horario —mi hija es pequeña y se enferma. Si la cuida la vecina, todo va bien, pero cuando hay algún brote, debo estar yo cerca. Por eso me turno con Marta cuando hace falta. Ella siempre me ayuda.
—Entiendo… ¿Y qué le pasa a la niña?
—Ay, no pregunte… Ni los médicos lo entienden del todo. Tiene ataques, no puede respirar, pánico… muchas cosas. Y las pruebas son serias y caras. Dicen que hay que esperar, que quizás con la edad se le pase. Pero yo no puedo esperar…
—Bueno, resiste. Todo saldrá bien.
Lucía le dio las gracias. Y esa noche supo que Javier Menéndez le había dado un bono —sin explicaciones, simplemente se lo entregó.
Después de eso, no lo volvió a ver. Y hoy, de repente, apareció en su casa.
Cuando Lucía lo vio, el corazón casi se le detuvo. Y cuando escuchó la propuesta, se sintió aún peor.
Javier Menéndez tenía un hijo: Álvaro, de casi treinta años. Siete de esos años los había pasado en silla de ruedas tras un accidente. Los médicos hicieron lo posible, pero nunca volvió a caminar. Depresión, aislamiento, casi un rechazo total a la comunicación —incluso con su padre.
Entonces, a Javier se le ocurrió una idea: casar a su hijo. De verdad. Para que tuviera un propósito, ganas de vivir, de luchar. No estaba seguro de que funcionara, pero decidió intentarlo. Y le pareció que Lucía era la persona ideal para ese papel.
—Lucía, vivirás con todas las comodidades. No te faltará de nada. Tu hija tendrá todas las pruebas y el tratamiento que necesite. Te propongo un contrato por un año. Pasado ese tiempo, te irás, pase lo que pase. Si Álvaro mejora, estupendo. Si no, te compensaré generosamente.
Lucía no podía hablar: la indignación la invadió.
Javier, como si leyera sus pensamientos, dijo suavemente:
—Lucía, te lo ruego, ayúdame. Esto nos beneficia a ambos. Ni siquiera estoy seguro de que mi hijo se acerque a ti. Pero a ti te será más fácil: estarás en una posición respetable, legalmente casada. Imagina que te casas no por amor, sino por las circunstancias. Solo te pido que de esta conversación no digas nada a nadie.
—Espere, Javier… ¿Y su Álvaro? ¿Está de acuerdo?
El hombre sonrió con tristeza.
—Dice que le da igual. Yo le diré que tengo problemas —con el negocio, con la salud… Lo importante es que esté casado. De verdad. Siempre confió en mí. Así que esto… es un engaño por su bien.
Javier se marchó, y Lucía se quedó sentada, paralizada. Por dentro, la indignación hervía. Pero sus palabras directas y sinceras suavizaron un poco la dureza de la propuesta.
Y si lo pensaba… ¿qué no haría por Irene?
Todo.
¿Y él? También era padre. También amaba a su hijo.
Aún no había terminado el turno cuando sonó el teléfono:
—¡Lucía, rápido! ¡Irene tiene un ataque! ¡Muy fuerte!
—¡Voy! ¡Llamen a la ambulancia!
Llegó justo cuando los médicos detenían la ambulancia frente a su casa.
—¿Dónde estaba, madre? —preguntó el médico con severidad.
—Trabajando…
El ataque era realmente grave.
—¿Quizás al hospital? —preguntó Lucía con timidez.
El médico, que era nuevo, movió la mano con cansancio:
—¿Para qué? Allí no la ayudarán. Solo le alterarán los nervios. Ojalá pudieran ir a Madrid —a una buena clínica, con especialistas de verdad.
Cuarenta minutos después, los médicos se fueron.
Lucía tomó el teléfono y llamó a Javier Menéndez:
—Acepto. Irene ha tenido otro ataque.
Al día siguiente, se marchaban.
Javier llegó en persona, acompañado de un joven bien afeitado.
—Lucía, lleva solo lo imprescindible. Lo demás lo compraremos.
Ella asintió.
Irene miraba con curiosidad el coche —grande y reluciente.
Javier se agachó frente a ella:
—¿Te gusta?
—¡Mucho!
—¿Quieres sentarte delante? Así verás todo.
—¿Se puede? ¡Sí, quiero!
La niña miró a su madre.
—Si nos ven los policías, nos multarán —dijo Lucía con firmeza.
Javier rio y abrió la puerta:
—¡Sube, Irene! Y si alguien quiere multarnos, ¡nosotros les ponemos la multa a ellos!
A medida que se acercaban a la casa, Lucía se ponía más nerviosa.
«Dios mío, ¿por qué acepté? ¿Y si es raro, agresivo…?»
Javier notó su inquietud.
—Lucía, tranquilízate. Todavía queda una semana para la boda. En cualquier momento puedes cambiar de opinión. Y además… Álvaro es un buen chico, inteligente, pero algo dentro de él se rompió. Ya lo verás.
Lucía salió del coche, ayudó a Irene a bajar y de pronto se quedó inmóvil, mirando la casa. No era solo un edificio: era un auténtico palacete. E Irene, sin poder contenerse, gritó con alegría:
—¡Mamá, ahora viviremos como en un cuento de hadas!
Javier soltó una carcajada, levantó a la niña en brazos:
—¿Te gusta?
—¡Mucho!
Hasta la boda, Lucía y Álvaro apenas se vieron un par de veces, en cenas. El joven casi no comía, casi no hablaba. Parecía que su cuerpo estaba allí, pero su mente en otro lugar. Lucía lo observaba con cuidado. Era atractivo, pero pálido, como si llevara mucho tiempo sin ver el sol. Sentía que, al igual que ella, vivía con dolor. Y le agradecía que nunca mencionara el matrimonio que se avecinaba.
El día de la boda, parecía que cien personas revoloteaban alrededor de Lucía. El vestido llegó literalmente la víspera. Cuando lo vioY al final, comprendieron que el amor verdadero no siempre llega de la forma esperada, pero cuando llega, lo cambia todo.