Besé a mi esposo antes de su viaje; horas después lo vi en un restaurante con otra mujer.

María cerró con cuidado la maleta de Alejandro después de colocar la última camisa doblada. Tras tantos años de matrimonio, preparar sus viajes de trabajo se había convertido en un ritual íntimo que atesoraba, cuidando cada detalle.

—No olvides el cargador del portátil —le recordó mientras él ajustaba las cremalleras. Alejandro miró su reloj, visiblemente nervioso.

—Gracias, cariño. Tengo que irme. El taxi ya está aquí. Le dio un beso rápido en la mejilla, agarró su maleta y salió corriendo hacia la puerta.

—¡Llámame cuando llegues! —gritó María.
—¡Lo haré! —contestó él antes de que la puerta se cerrara de golpe.

Se acercó a la ventana y observó cómo el coche se alejaba. Su despedida había sido tan apresurada… Él solía tomarse más tiempo, ser más cariñoso. Pero lo atribuyó a los nervios por el viaje. El piso de repente se sintió vacío y frío. Para distraerse, decidió ir al Centro Comercial Luz y comprar por fin esas cosas que llevaba tiempo posponiendo.

Horas más tarde, cargada con bolsas, paseaba por el centro comercial. Iba a comer en su cafetería favorita de la tercera planta, pero entonces sonó su teléfono: una compañera le propuso quedar en el restaurante La Almendra, en la segunda planta, para probar su nuevo menú. María aceptó; aunque no solía ir, le gustaba el ambiente.

Al subir, distinguía el interior del local a través de los grandes ventanales. Entonces, sus pies se clavaron en el suelo: Alejandro estaba sentado junto a la ventana. Frente a él, una mujer joven que no reconocía. Hablaban animadamente, las sonrisas fáciles, las miradas cómplices.

La desconocida rio y rozó su mano con naturalidad. Y en los ojos de Alejandro, María vio una expresión que hacía tiempo no le dedicaba.

El tiempo se detuvo. Su corazón dejó de latir y la visión se le nubló. El hombre que supuestamente volaba a Zaragoza estaba allí, compartiendo una comida con otra.

Su primer impulso fue entrar y exigir explicaciones. Pero algo—el orgullo, quizá el miedo—la detuvo. Respiró hondo, dio media vuelta y se alejó.

Con dedos temblorosos, canceló la cita con su compañera y llamó a su mejor amiga.

—Laura, ¿puedes verme? Ahora mismo —su voz era un hilo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Laura, alarmada.
—Acabo de ver a Alejandro con una mujer. Él debía estar en un avión.
—¿Dónde estás?
—En el Centro Luz.
—Espérame en la Cafetería Azulejo, planta baja. Llego en quince minutos.

María se sentó en un rincón, removiendo sin pensar su té helado. Las preguntas la ahogaban. ¿Quién era ella? ¿Cuánto llevaría pasando? ¿Eran reales todos esos viajes? Las llamadas a medianoche, las noches en vela, la nueva contraseña del móvil…

—¡María! —La voz de Laura la sacó de su ensimismamiento. Se sentó frente a ella y le apretó las manos. —Cuéntame todo.

María relató lo sucedido, conteniendo el temblor de su voz.

—No sé qué hacer, Laura. Parte de mí ni siquiera quiere saber la verdad.
—¿Y si no es lo que parece? Tal vez hay una explicación.
María esbozó una sonrisa amarga. —¿Qué explicación hay para un hombre que miente sobre un viaje y come con otra mujer?
—No lo sé —reconoció Laura—. Pero antes de decidir, ¿por qué no investigamos un poco?
—¿Cómo? ¿Preguntarle directamente?
Laura meditó. —¿Y si les seguimos? A ver adónde van.

Espiar a su marido era humillante, pero la incertidumbre dolía más. María asintió.

Se refugiaron en la librería frente al restaurante, fingiendo ojear libros. Cuarenta minutos después, Alejandro y su acompañante aparecieron. Ella era una morena elegante, de unos treinta años, figura esbelta.

—Se van —susurró Laura.

Manteniendo distancia, las siguió. Afuera, la mujer subió a un taxi. Alejandro le abrió la puerta, se despidieron con un apretón de manos, nada más. El coche partió. Él se quedó en el parking, hizo una llamada y luego tomó otro taxi.

—Sigámosle —dijo María.

Su taxi siguió al de Alejandro hasta la Torre Azul, donde estaba la oficina de su empresa. Dentro, habló brevemente con la recepcionista antes de entrar en el despacho de su jefe.

—Quizá cancelaron el viaje —sugirió Laura.
—Entonces, ¿quién es ella? ¿Y por qué no me llamó?

Esperaron. Media hora después, Alejandro salió con una carpeta y bajó las escaleras. María y Laura se escondieron tras una columna y corrieron a buscar otro taxi.

—A casa —le dijo María al conductor. Acertó: el taxi de Alejandro se detuvo frente a su edificio. María dejó ir a Laura y subió sola.

Alejandro estaba en la cocina, revisando su portátil.

—¡María! ¿Ya en casa? —Parecía genuinamente sorprendido.
—Como ves —respondió ella, fría—. ¿No debías estar volando?

Se tensó. —Cancelaron el viaje a última hora. Iba a llamarte, pero fue un caos.
—¿Tan caos como para no mandar un mensaje?
—Lo siento. —Bajó la mirada. María se sentó frente a él.
—¿Quién es, Alejandro?
—¿Quién? —frunció el ceño.
—La mujer con la que comías en La Almendra.

Se le borró el color de la cara. —¿Me seguiste?
—No. Te vi por casualidad.

El silencio se alargó. Al fin, habló: —No es lo que piensas.
—¿Y qué debo pensar? Dijiste que volabas, y en vez de eso estás con otra.

Se llama Ana Belén. Representa a unos inversores alemanes.
—¿Y por eso mentiste?
—No mentí. Cancelaron el viaje cuando ya estaba en el aeropuerto. Mi jefe llamó: una inversora pasaba por la ciudad. Tuve que reunirme con ella.
—¿Por qué no me lo dijiste?

Dudó. —Porque… no era una reunión normal.

A María se le encogió el corazón. —Lo sabía.
—¡No, no así! Mi jefe me dijo: si la convenzo de firmar con condiciones especiales, me ascienden a director de ventas.
—¿Y ni un mensaje me mandaste?

Quería sorprenderte si salía bien. Si no, ¿para qué preocuparte?
—¿Salió bien? —preguntó María.

Alejandro sonrió. —Sí. Firmó un acuerdo preliminar. La delegación viene el mes que viene.

Aún desconfiaba. Abrió la carpeta: dentro estaba el contrato, firmado por Ana Belén Müller. Luego sacó una caja de terciopelo; dentro, un collar de zafiros que ella había admirado meses atrás.

—Lo compré la semana pasada. Iba a dártelo esta noche, con la noticia.

Su enfado menguó, pero una duda persistía: —¿Por qué parecías tan feliz con ella?
—Era alivio, nada más. Aceptó nuestras condiciones.

Le apretó la mano. —Eres la única mujer en mi vida. Mis viajes son reales.

Quería creerle. —Voy a preguntarte dos cosas.
—Lo que sea.
—¿Qué comieron?
—Ella pidió ensalada de la casa y solomillo con salsa de trufa. Yo, el pescado.
—¿De qué más hablaron?
—De cultura española. Le encanta el flamenco.

Al día siguiente, mientras desayunaban, Alejandro le pasó el móvil con una sonrisa y le dijo: “Guárdalo tú, para que nunca más dudes de mí”, y en ese momento, María supo que el verdadero viaje era el que habían emprendido juntos hacia la confianza.

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