Clara Villalobos no tenía planes de quedarse mucho tiempo, solo venía por trabajo. Cocinar, limpiar y ganarse el pan en una casa donde un viudo criaba seis hijas solo. Pero al pisar tierra con sus alpargatas gastadas, supo que aquel lugar no sería como los demás.
La primera cara que vio fue la de una niña, Lucía, espiándola tímidamente tras el quicio de la puerta. Tenía una mancha de mermelada en la barbilla y unos ojos tan grandes que parecían escapársele de la cara. Clara alzó la mano para saludar, pero la pequeña desapareció como si el viento la hubiera barrido.
Detrás llegaron los pasos lentos. Apareció un hombre alto en el porche, más ancho que cualquier otro que Clara hubiera visto desde que enviudó. Llevaba la boina torcida y la mirada baja, clavada en el hatillo a sus pies. “Me llamo Clara Villalobos”, dijo con voz que buscaba firmeza. “Viuda desde hace dos años. Cocino, limpio y no tolero ni la pereza ni la mala educación. Dijiste seis niñas. Traje harina de sobra.”
Él alzó la vista un instante y, aunque no habló, hubo algo más que cortesía en su gesto. Como si reconociera en ella no un rostro, sino el tipo de mujer que sobrevive a todo, remendada por dentro pero aún en pie.
“Marcos Delgado”, respondió al fin, con voz áspera como leña vieja. “La casa es esa”, señaló una construcción de piedra con un porche algo desvencijado. Clara solo asintió. Ni preguntó por su cuarto. Tomó su bolsa y entró.
Dentro, el aire olía a leche agria y pan quemado. Las paredes contaban años difíciles: una mesa arañada por cucharas, pizarras escolares en los rincones y una hilera torcida de zapatitos alineados junto a la puerta.
“Voy a preparar la cena”, anunció Clara sin que nadie se lo pidiera.
“No te molestes”, contestó una voz firme desde la escalera. Era la mayor, Martina, diez años, brazos cruzados y mirada de quien aprendió a no fiarse de los adultos. “No tenemos hambre.”
Clara no replicó. Dejó su bolso, se remangó y bajó a la despensa a buscar lo necesario.
Al anochecer, la casa olía distinto. Guiso caliente con hierbas, pan recién hecho y miel de romero en tazas para niñas que no pidieron nada, pero bebieron igual. Durante la cena, nadie habló. Las seis la miraban como si no supieran si era amenaza o promesa. Y Marcos, desde la cabecera, partía el pan en silencio, sin dejar de observarla.
Al recoger los platos, Clara sintió un tirón suave en su falda. Bajó la vista. Era Adriana, la pequeña, con rizos despeluchados y voz quebrada como cerámica vieja:
“Ahora eres mi mamá.”
El silencio se tragó todo. Los cubiertos se detuvieron. Clara apenas respiró. Miró a Marcos buscando una señal, pero él desvió la mirada.
“Yo solo cocino y limpio, cariño”, susurró. “Nada más.”
Pero Adriana actuó como si hubiera oído lo contrario y volvió a su silla sin decir nada más.
Esa noche, Clara se tumbó en la habitación del fondo. Intentó no pensar en la hija que perdió antes de su primer año. El techo crujía con el viento. Entonces, pasitos suaves, un susurro tras la puerta:
“Señora…”, era Lucía con un candil entre las manos. “Oí un lobo. ¿Puedo quedarme un rato?”
Clara no respondió. Solo se hizo a un lado.
La niña se metió bajo la manta sin hacer ruido, pero no fue la única. Al amanecer, la cama estaba llena. Una tras otra, hasta que las seis dormían a su alrededor como si hubieran esperado ese permiso desde siempre.
Y desde el umbral, Marcos lo observó todo.
***
No fue el canto del gallo lo que despertó a Clara, sino el peso cálido de seis cuerpecitos acurrucados. No supo cuándo entraron: una sobre su brazo, otra contra su costado, otra abrazada a sus piernas como raíces. Se quedó quieta, no por incomodidad, sino por esa extraña certeza de haber sido elegida sin pedirlo.
Marcos estaba fuera, en silencio, brazos cruzados y boina en las manos. Cuando ella salió, aún medio dormida, él la miró sin juzgar, con algo más callado, más humano.
“Todas vinieron a mí”, dijo Clara en voz baja. “Yo no les pedí nada.”
“Lo sé”, respondió él tras una pausa. “Basta con eso.”
Fue toda la conversación. No hizo falta más.
***
Las semanas pasaron como viento cálido. Las niñas no mencionaban a su madre, y Clara tampoco preguntaba. Era un silencio compartido, un pacto no dicho.
Hasta que una tarde, vaciando un armario, Clara encontró una cinta de pelo. Olía a lavanda y humo. Algo en su pecho se apretó. No lloró. Solo cerró la puerta.
Otro día vio a Martina en el porche, limpiando unos zapatos que ya no le cabían. Eran de su madre. Lo supo sin que nadie se lo dijera. Martina los frotaba con furia, aunque el cuero estuviera rajado. Clara no la interrumpió. Solo se quedó cerca. Presente.
No intentó ocupar ningún lugar. Solo aseguró que hubiera comida caliente, costuras firmes y una mano suave cuando llegaba la fiebre o el miedo nocturno. Y en ese cuidado callado, algo floreció.
Isabel, que solo hablaba en susurros, empezó a canturrear al amasar pan.
Eva, la segunda más pequeña, dejó de temblar cuando el viento golpeaba las ventanas.
Hasta Martina, la que esquivaba el contacto, dejó de lanzarle miradas de puñal.
Y un día, sin querer, Clara la oyó murmurar al pasar por la despensa: “Ya no huele a ceniza.”
Esas palabras se le clavaron como un alfiler en el corazón.
***
Luego vino la tormenta. El viento arrancó medio vallado. Marcos salió al amanecer con un vecino para repararlo bajo el cielo plomizo. Clara no esperó. Tomó una bolsa con magdalenas y fue hacia ellos.
Lo encontró con las palmas ensangrentadas por la cuerda.
“Déjame”, dijo, cogiendo el martillo sin pedir permiso.
Él no protestó.
Trabajaron en silencio hasta que cayó la primera gota. Y justo al clavar el último poste, una vocecita gritó desde la casa:
“¡Arreglaste la valla! ¡También puedes arreglar el corazón de mamá!”
El martillo se le cayó a Clara. Marcos se quedó petrificado.
La lluvia arreció, pero ninguno se movió. El aire se volvió denso.
Clara recogió el martillo con manos temblorosas.
“Voy a preparar la cena”, dijo, mirando al suelo.
Marcos solo respondió tras un silencio eterno, con voz contenida:
“Yo terminaré aquí.”
***
Esa noche, cuando Clara entró empapada, las niñas corrieron con toallas, hablando todas a la vez. No se dio cuenta hasta que encendió el brasero: se habían formado en círculo a su alrededor.
Martina estaba en el umbral, brazos cruzados, pero su tono ya no era cortante.
“Ni siquiera te inmutaste cuando dijo eso.”
“La oí”, respondió Clara.
“A veces habla así”, continuó Martina. “Cosas de mamá.” Calló un instante. “Duele.”
“Sí. Duele”, admitió Clara.
“¿Te vas a quedar?”
La pregunta no era dura, solo cansada,Y cuando Clara asintió, sintió por primera vez que las grietas de su corazón comenzaban a llenarse de una luz nueva, tan cálida como el sol de la mañana sobre los campos de Castilla.





