Dejé a mi suegra inválida en su nuevo hogar y mis palabras los dejaron sin aliento…

Hoy escribo esto en mi diario, como un hombre que ha vivido y aprendido. Mi mujer, Lucía, y yo llevábamos siete años casados. Desde el primer día, acepté vivir con mi suegra, Doña Rosario, una mujer que sufrió un ictus, quedó paralizada de un lado y necesitaba cuidados constantes para cada comida y cada siesta. Al principio, creí que sería sencillo: era mi suegra, yo era su yerno, y cuidar de ella era mi deber.

Pero nunca imaginé que el peso de esta carga duraría tanto—y lo más duro era que el que debía compartirla conmigo, mi esposa Lucía, no lo hacía. Lucía salía a trabajar por las mañanas, y por las noches se enganchaba al móvil. Decía: “Tú eres mejor cuidando a mamá que yo. Si lo intento, la haré sufrir.” Nunca guardé rencor por eso.

Pensé que así era la vida: la mujer maneja el hogar, el hombre trabaja. Hasta que descubrí que Lucía no solo estaba en el trabajo—tenía a alguien más.

Un día, tropecé con un mensaje: “Voy a pasar esta noche contigo. Estar a tu lado es mil veces mejor que estar en casa.” No grité, no lloré, no monté un escándalo. Solo pregunté en voz baja: “¿Y tu madre, la que has ignorado todos estos años?” Lucía no respondió. Al día siguiente, se marchó de casa. Sabía exactamente adónde había ido.

Miré a Doña Rosario—la mujer que alguna vez criticó cada bocado que tomé, cada siesta que me eché, que dijo que “no era digno de ser su yerno”—y sentí un nudo en la garganta. Quería dejarlo todo. Pero me recordé a mí mismo: uno debe mantener siempre su dignidad.

Una semana después, llamé a Lucía. “¿Estás libre? Voy a llevarte a tu madre para que la cuides.”

Preparé sus medicinas, historiales médicos y un cuaderno viejo con anotaciones en una bolsa de tela. Esa noche, la subí a una silla de ruedas y le dije suavemente: “Mamá, te voy a llevar a casa de Lucía unos días. Estar siempre en el mismo sitio aburre.” Asintió, con los ojos brillantes como los de una niña.

En el pequeño piso, toqué el timbre. Lucía abrió la puerta, y tras ella estaba el otro hombre, con un batín de seda y labios pintados. Llevé a Doña Rosario al salón, acomodé las mantas y almohadas, y dejé la bolsa de medicinas sobre la mesa.

La casa olía fuerte a colonia, pero estaba fría y silenciosa. Lucía balbuceó: “¿Qué… qué estás haciendo?”

Sonreí con calma. “¿No lo recuerdas? Mamá es tuya. Yo solo soy tu yerno. La cuidé siete años—es suficiente.” El hombre detrás de ella palideció, con una cucharada de yogur sin terminar.

Me aparté con serenidad, como terminando una tarea largamente planeada. “Aquí tienes su historial, recetas, pañales, compresas y crema para las úlceras. Las dosis están apuntadas en el cuaderno.”

Dejé el cuaderno sobre la mesa y me giré para irme. La voz de Lucía se alzó: “¿Vas a abandonar a mi madre? ¡Esto es cruel!”

Me detuve, sin volverme, y respondí con firmeza: “La ignoraste siete años—¿qué es eso, sino crueldad? La cuidé como si fuera mi familia, no por ti, sino porque es una madre. Ahora me voy—no por venganza, sino porque cumplí mi parte como ser humano.”

Miré al otro hombre a los ojos y sonreí levemente. “Si la amas, ámala por completo. Esto viene en el paquete.”

Luego dejé las escrituras de la casa sobre la mesa. “La casa está solo a mi nombre. No me llevo nada. Ella solo se llevó su ropa. Pero si alguna vez necesitan dinero para los cuidados de mamá, seguiré aportando.”

Me incliné y acaricié el pelo de mi suegra por última vez. “Mamá, pórtate bien aquí. Si te entristeces, volveré a visitarte.”

Doña Rosario sonrió, con la voz temblorosa. “Sí… ven a verme cuando vuelvas a casa.”

Salí, cerrando la puerta tras de mí. La habitación quedó en silencio, llena de una mezcla de colonia y aceite de masajes. Esa noche, dormí en paz, sin soñar. A la mañana siguiente, me levanté temprano, llevé a mi hijo a desayunar y abracé un nuevo comienzo—sin lágrimas, sin rencor.

Hoy aprendí que la dignidad no se negocia, y que el amor verdadero incluye las responsabilidades. Uno no puede elegir solo lo fácil.

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