Al bajar a su amante del coche, Bucino se despidió de ella con cariño y emprendió el camino a casa. Frente al portal, se detuvo un instante, sopesando mentalmente lo que le diría a su esposa. Subió las escaleras y abrió la puerta.
—Hola —dijo Bucino—. ¿Carmen, estás en casa?
—Estoy —respondió su mujer con calma—. Hola. ¿Qué, voy a freír los filetes?
Bucino se prometió actuar con firmeza, con decisión, ¡como un hombre! Poner fin a su doble vida mientras aún sentía el calor de los besos de su amante, antes de que la rutina lo arrastrara de nuevo.
—Carmen —aclaró su garganta—. He venido a decirte… que tenemos que separarnos.
La noticia no pareció alterarla en absoluto. A Carmen Bucino le costaba mucho perder el equilibrio. Tanto que en su día su marido la apodaba “Carmen la Fría”.
—¿Qué quieres decir? —preguntó desde la puerta de la cocina—. ¿Que no haga los filetes?
—Eso ya lo decides tú —contestó él—. Si quieres, hazlos; si no, no. Yo me voy con otra mujer.
Tras semejante declaración, la mayoría de esposas habría atacado a su marido con la sartén o le habría montado un escándalo. Pero Carmen no era como la mayoría.
—Vaya tontería sin importancia —dijo—. ¿Trajiste mis botas del taller?
—No —se aturdió Bucino—. Si es tan importante, ¡voy ahora mismo a recogerlas!
—Ay, ay… —masculló ella—. Así eres tú, Bucino. Manda a un tonto por botas y traerá las viejas.
A él le dolió el comentario. La conversación sobre el fin de su matrimonio no iba como esperaba. ¡Faltaban gritos, drama, reproches! Aunque, ¿qué más podía esperar de una esposa fría como el mármol?
—¡Carmen, creo que no me entiendes! —exclamó—. ¡Te digo que me voy con otra, que te abandono, y tú hablando de botas!
—Claro —dijo ella—. Tú puedes irte donde quieras. Tus botas no están en el taller. ¿Por qué no usas esas?
Llevaban años juntos, pero Bucino aún no sabía cuándo su mujer bromeaba y cuándo hablaba en serio. En su momento, se había enamorado precisamente de su temperamento calmado y su poca conflictividad. Además, le atraían su carácter hacendoso y sus formas generosas.
Carmen era leal, firme y fría como un ancla de barco. Pero ahora él amaba a otra. ¡La amaba con pasión, con dulzura, con pecado! Era hora de cortar por lo sano y marcharse a una nueva vida.
—Mira, Carmen —dijo con solemnidad y pesar—. Te agradezco todo, pero me voy porque amo a otra mujer. A ti ya no.
—Ay, por Dios —contestó ella—. ¡Que no me ama el pobre iluso! Mi madre amaba al vecino. Mi padre amaba el dominó y el coñac. ¿Y qué? Mira qué bien me salí yo.
Sabía que discutir con Carmen era inútil. Cada palabra suya pesaba como un ladrillo. Su ímpetu inicial se esfumó, y las ganas de pelear desaparecieron.
—Carmencita, eres maravillosa —dijo él, agrio—. Pero amo a otra. La amo con locura. Y me voy con ella, ¿entiendes?
—¿Otra quién? —preguntó ella—. ¿La Susana Roldán?
Bucino retrocedió. Hacía un año tuvo un lío con ella, ¡pero no creía que Carmen la conociera!
—¿Cómo sabes de…? —empezó, pero se detuvo—. Da igual. No, no es Roldán.
Carmen bostezó.
—¿Entonces es la Laura Mendieta? ¿Te has encaprichado con ella?
A Bucino se le heló la sangre. Laura había sido su amante, pero eso era pasado. ¿Y si Carmen lo sabía? Claro, ella nunca soltaba prenda.
—No —dijo él—. No es Mendieta ni Roldán. Es otra mujer, increíble, la cumbre de mis sueños. No puedo vivir sin ella. Y no intentes convencerme.
—Entonces es la Mireia —afirmó Carmen—. Ay, Bucino, eres un caso perdido. Menudo secreto a voces. Tu “cumbre de los sueños” es Mireia Valentín. Treinta y cinco años, un hijo, dos abortos… ¿A que sí?
Él se llevó las manos a la cabeza. ¡Le había dado en el blanco! Justamente llevaba meses viéndose con Mireia.
—¿Pero cómo? —balbuceó—. ¿Quién te lo dijo? ¿Me has estado espiando?
—Es sencillo, Bucino —respondió Carmen—. Soy ginecóloga con años de experiencia. He examinado a todas las mujeres de esta maldita ciudad, mientras que tú solo has estado con unas pocas. Con solo echar un vistazo, sé quién ha pasado por ahí, ¡pardillo!
Bucino respiró hondo.
—¡Supongamos que has acertado! —dijo con firmeza—. Da igual que sea Mireia. No cambia nada, me voy con ella.
—Eres tonto, Bucino —dijo Carmen—. Por lo menos podrías haberme preguntado. Por cierto, no tiene nada de especial, como cualquier otra. Y eso te lo digo como médica. ¿Has visto su historial clínico?
—N-no… —admitió él.
—¡Claro! Primero, date una ducha rápido. Segundo, mañana llamaré al doctor Sampedro para que te atienda en el centro sin esperar cola —dijo—. Luego hablamos. ¡Qué vergüenza! El marido de una ginecóloga y no sabe elegir una mujer sana.
—¿Y qué hago ahora? —preguntó él, acongojado.
—Voy a freír los filetes —dijo Carmen—. Tú lávate y haz lo que quieras. Si buscas una “cumbre de los sueños” sin enfermedades, dímelo, que te recomiendo alguna…
**Moraleja:** A veces, quien menos grita es quien más sabe. Y antes de buscar aventuras, conviene asegurarse de que no haya un experto cerca que pueda descubrirlas.