Despedí a mi esposo con un beso, y horas después lo vi con una desconocida

**Entrada del diario:**

María dobló con cuidado la última camisa y la guardó en la maleta de Javier. Después de tantos años de matrimonio, hacerle las maletas para sus viajes de trabajo se había convertido en un ritual íntimo que valoraba, colocando cada prenda con mimo.

—No olvides el cargador del portátil— le recordó mientras cerraba la cremallera. Javier miró su reloj, tenso.

—Gracias, cariño. Tengo que irme. El taxi ya está aquí—. Le dio un beso rápido en la mejilla, agarró su maletín y salió corriendo.

—¡Llámame cuando llegues!— gritó María. —¡Lo haré!— contestó él antes de que la puerta se cerrara.

Se acercó a la ventana y vio cómo el coche se alejaba. Su despedida había sido más breve de lo habitual, menos cariñosa. Pero lo atribuyó a los nervios por la reunión. El piso de pronto le pareció vacío y frío. Para distraerse, decidió ir al Centro Comercial Plenilunio y comprar algunas cosas que llevaba tiempo posponiendo.

Horas después, cargada con bolsas, paseaba por el centro cuando sonó su teléfono: una compañera le propuso quedar en el restaurante La Almendra, en la segunda planta, para probar su nuevo menú. María aceptó, aunque no solía ir allí.

Mientras subía, divisó el comedor a través de los amplios ventanales. Entonces, sus pies se clavaron en el suelo: Javier estaba sentado junto a la cristalera. Frente a él, una mujer joven que no reconocía. Hablaban animados, riendo.

La desconocida le tocó la mano con suavidad, y en los ojos de Javier, María vio una expresión que no le encontraba hace tiempo.

Todo se paralizó. El corazón le dio un vuelco y la vista se le nubló. El hombre que supuestamente volaba a Barcelona estaba compartiendo mesa con otra.

Su primer impulso fue entrar y exigir explicaciones. Pero algo—quizá el orgullo—la contuvo. Respiró hondo, dio media vuelta y se marchó.

Con dedos temblorosos, canceló la comida y llamó a su mejor amiga.

—Sofía, ¿puedes verme? Ahora mismo— su voz se quebró.
—¿Qué ha pasado?— preguntó Sofía, alarmada.
—Acabo de ver a Javier con una mujer. Él debía estar en un avión.
—¿Dónde estás?
—En Plenilunio.
—Espérame en La Tetería Azul, planta baja. Llego en quince minutos.

María se sentó en un rincón, revolviendo su té helado sin pensar. Preguntas la asaltaban. ¿Quién era ella? ¿Cuánto llevaría pasando? ¿Y esos viajes? Las llamadas a media noche, las contraseñas nuevas en el móvil…

—¡María!— la voz de Sofía la sacó de su ensimismamiento. Se sentó frente a ella y le apretó las manos. —Cuéntame.

María relató lo sucedido, intentando mantener la calma.

—No sé qué hacer, Sofía. Parte de mí ni siquiera quiere saber la verdad.
—¿Y si hay una explicación lógica?
—¿Qué explicación puede haber para un hombre que miente y come con otra?— esbozó una sonrisa amarga.
—No lo sé— admitió Sofía —. Pero antes de decidir, ¿por qué no investigamos un poco?

Espiar a su marido le parecía indigno, pero la incertidumbre dolía más. Asintió.

Se escondieron en la librería frente al restaurante, fingiendo ojear libros. Cuarenta minutos después, Javier y la mujer salieron. Ella, una morena elegante de unos treinta años, subió a un taxi con un apresurado apretón de manos. Javier se quedó en el aparcamiento, llamó a alguien y luego tomó otro taxi.

—Sigámosle— dijo María.

El coche se dirigió al Edificio Coral, donde estaba la oficina de Javier. Dentro, habló con la recepcionista antes de entrar al despacho de su jefe.

—Quizá cancelaron el viaje— sugirió Sofía.
—¿Y esa mujer? ¿Por qué no me llamó?

Esperaron. Media hora después, Javier salió con una carpeta y se fue. María dejó a Sofía y tomó otro taxi.

—A casa—. Acertó: Javier se bajó en su edificio. Lo encontró en la cocina, frente al portátil.

—¡María! ¿Ya estás aquí?— Parecía sorprendido.
—Como ves— respondió ella, fría —. ¿No debías estar volando?
—Cancelaron el viaje a última hora. Iba a llamarte, pero fue un caos.
—¿Tan caos como para no mandar un mensaje?
—Lo siento— bajó la mirada. María se sentó.
—¿Quién es ella, Javier?
—¿Quién?— frunció el ceño.
—La mujer con la que comías en La Almendra.

Se le borró el color de la cara. —¿Me seguiste?
—No. Te vi por casualidad.

El silencio se hizo largo. Al fin, habló: —No es lo que piensas.

—¿Qué debo pensar? ¡Dijiste que volabas y estabas con otra!

—Se llama Claudia Herrera. Representa a unos inversores alemanes.
—¿Y por qué mentiste?
—No mentí. Cancelaron el vuelo en el aeropuerto. Mi jefe me llamó: los inversores estaban de paso. Tenía que reunirme con ella.
—¿Por qué no me lo dijiste?

Dudó. —Porque… no era una reunión normal.

El corazón de María se encogió. —Lo sabía.

—¡No, así no! Mi jefe me dijo que, si conseguía que firmara con condiciones especiales, me ascenderían a director.
—¿Y ni un mensaje?
—Quería sorprenderte si salía bien. Si no, ¿para qué preocuparte?
—¿Salió bien?— preguntó María.

Javier sonrió. —Sí. Firmó un preacuerdo. La delegación viene el mes que viene.

Aún dudaba. Abrió la carpeta: allí estaba el contrato, firmado por Claudia Herrera. Luego sacó una cajita de terciopelo; dentro, un collar de zafiros que María había admirado.

—Lo compré la semana pasada. Iba a dártelo esta noche, con la noticia.

Su enfado se desvaneció, pero una duda persistía: —¿Por qué parecías tan feliz con ella?
—Era alivio, nada más. Aceptó nuestras condiciones—. Le apretó la mano —. Eres la única mujer en mi vida. Mis viajes son reales.

Quería creerle. —Dime, ¿qué pedisteis?
—Ella, ensalada y solomillo al trufo. Yo, lubina.
—¿De qué hablasteis?
—De cultura española. A ella le encanta el flamenco.

Sus respuestas fluían. La tensión se disipó. Pidieron pizza, abrieron vino y la noche volvió a la normalidad.

Mientras Javier se duchaba, María miró su móvil: la contraseña seguía siendo su fecha de boda. Nada sospechoso. La llamada de su jefe, ahí estaba.

Al oírlo tararear su canción favorita, comprendió que quizá el problema era la rutina: habían dejado de sorprenderse.

A la mañana siguiente, se levantó temprano, preparó el desayuno y lo despertó con un beso.

—Tengo una sorpresa. Me he cogido el día libre, y tú también.
—¿Por?— murmuró él, adormilado.
—Un viaje de trabajo… pero solo nosotros—. Le mostró dos billetes de tren a la casa rural donde celebraron su primer aniversario.

Javier sonrió, radiante. —Te quiero, ¿lo sabes?
—Y yo a ti. Y no quiero volver a mirarte el móvil.
—¡Así que me espi—¡Así que me espiaste!— se rió él, y ella le lanzó un cojín, riendo también, porque al fin entendió que el amor, como el buen vino, mejora con los años si se cuida con confianza y pequeños gestos.

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