—Lola, tenemos que separar caminos.
Dijo Ignacio con esa dulzura paternal que usaba siempre que iba a soltar alguna jugada sucia. Se reclinó en su silla ejecutiva, entrelazando los dedos sobre la barriga.
—Hemos decidido que la empresa necesita un aire nuevo. Energía fresca. Ya me entiendes.
Lo miré fijamente —su rostro bien afeitado, la corbata de lujo que yo misma le había ayudado a elegir para la última cena de empresa—. ¿Que si lo entiendo? Claro que sí. Entendía que los inversores habían empezado a hablar de una auditoría independiente, y él necesitaba urgentemente deshacerse de la única persona que veía el panorama completo. Yo.
—Lo entiendo —respondí con calma—. Energía fresca… querrás decir Paula, la de recepción, que confunde el debe con el haber, pero tiene veintidós años y se ríe de todos tus chistes.
Hizo una mueca.
—No es cuestión de edad, Lola. Es que… tu enfoque está un poco anticuado. Nos hemos estancado. Necesitamos un salto.
Un “salto”. Llevaba seis meses repitiendo esa palabra. Yo había levantado esa empresa con él desde cero, cuando compartíamos una oficina minúscula con paredes descascarilladas. Ahora que el local brillaba como un escaparate, al parecer, yo ya no encajaba en la decoración.
—Vale —me levanté con serenidad, sintiendo cómo todo dentro de mí se helaba—. ¿Cuándo tengo que despejar mi mesa?
Mi tranquilidad lo desconcertó. Esperaba lágrimas, súplicas, un escándalo. Todo lo que le habría dado derecho a sentirse un vencedor magnánimo.
—Puedes hacerlo hoy. Sin prisa. RRHH preparará los papeles. La indemnización, todo en regla.
Asentí y me dirigí a la puerta. Con la mano ya en el pomo, me giré.
—Sabes qué, Nacho, tienes razón. La empresa sí necesita un salto. Y supongo que yo lo voy a dar.
No lo entendió. Solo sonrió con condescendencia.
En la oficina abierta, donde trabajaban unas quince personas, el ambiente era tenso. Todos lo sabían. Las chicas bajaban la vista, culpables. Fui a mi mesa. Ya había una caja de cartón esperándome. Eficientes.
En silencio, empecé a guardar mis cosas: fotos de los niños, mi taza favorita, una pila de revistas profesionales. En el fondo de la caja coloqué un ramito de lirios del valle que me había traído mi hijo el día anterior, solo porque sí.
Luego saqué de mi bolso lo que había preparado con antelación: doce rosas rojas —una por cada empleado que había estado conmigo todos estos años— y una carpeta negra bien gruesa, atada con cordones.
Recorrí la oficina entregando una flor a cada uno. Pronuncié palabras sencillas de agradecimiento. Algunos me abrazaron, otros lloraron. Era como despedirse de una familia.
Cuando volví a mi mesa, solo me quedaba la carpeta. La tomé, pasé frente a las miradas perplejas de mis compañeros y regresé al despacho de Ignacio.
La puerta estaba entreabierta. Estaba al teléfono, riendo.
—Sí, los veteranos se van… Sí, es hora de avanzar…
No me molesté en llamar. Entré, me acerqué a su escritorio y deposité la carpeta sobre sus papeles.
Alzó la vista, sorprendido, y tapó el auricular con la mano.
—¿Y esto?
—Esto, Nacho, es mi regalo de despedida. En lugar de flores. Aquí están todos tus “saltos” de los últimos dos años. Con cifras, facturas y fechas. Te resultará interesante revisarlo con calma. Especialmente la sección de “metodologías flexibles” para mover fondos.
Me di la vuelta y salí. Noté su mirada clavándose primero en la carpeta y luego en mi espalda. Gruñó algo al teléfono y colgó. Pero no miré atrás.
Caminé por toda la oficina con la caja de cartón vacía en las manos. Ahora todos me observaban. En sus ojos leí una mezcla de miedo y admiración secreta. Una rosa roja descansaba en cada mesa. Parecía un campo de amapolas después de una batalla.
En la salida me alcanzó el jefe de informática, Sergio. Un tipo callado que Ignacio consideraba un simple recurso.
Hacía un año, cuando Nacho quiso multarlo por una caída del servidor que fue culpa suya, yo presenté pruebas y lo defendí. No lo había olvidado.
—Lola Martínez —susurró—, si necesitas algo… cualquier dato… copias en la nube… ya sabes dónde encontrarme.
Solo asentí en señal de agradecimiento. Era la primera voz de resistencia.
En casa me esperaban mi marido y mi hijo, ya en la universidad. Vieron la caja y lo entendieron todo.
—¿Funcionó? —preguntó mi marido, quitándome la caja de las manos.
—El primer paso está dado —dije, quitándome los tacones—. Ahora toca esperar.
Mi hijo, futuro abogado, me abrazó.
—Madre, eres increíble. Revisé otra vez los documentos que recopilaste. No hay manera de encontrar fallos. Ni el mejor auditor.
Él me había ayudado a sistematizar todo ese caos de contabilidad doble que llevaba recopilando en secreto durante un año.
Toda la tarde esperé una llamada. No llamó. Me lo imaginé en su despacho, hoja tras hoja, mientras su rostro bien cuidado se tornaba cenizo.
La llamada llegó a las once de la noche. La puse en altavoz.
—¿Lola? —no quedaba rastro de la suavidad anterior en su voz. Solo pánico mal disimulado—. He revisado tus… papeles. ¿Esto es una broma? ¿Un chantaje?
—Qué palabras tan fuertes, Nacho —respondí con calma—. Esto no es chantaje. Es una auditoría. Un regalo.
—¿Sabes que puedo destruirte? ¡Por difamación! ¡Por robo de documentos!
—¿Y tú sabes que los originales ya no están en mis manos? ¿Y que si me pasa algo a mí o a mi familia, estos papeles llegarán automáticamente a direcciones muy interesantes? Por ejemplo, a Hacienda. Y a tus principales inversores.
En el otro extremo de la línea solo se oía una respiración agitada.
—¿Qué quieres, Lola? ¿Dinero? ¿Volver a trabajar?
—Quiero justicia, Nacho. Que devuelvas hasta el último céntimo de lo que robaste a la empresa. Y que te marches tú. En silencio.
—¡Estás loca! —chilló—. ¡Esta es mi empresa!
—Era NUESTRA empresa —lo interrumpí—. Hasta que decidiste que tu bolsillo importaba más. Tienes hasta mañana a las nueve.
—Si no hay noticias de tu dimisión, la carpeta empieza su viaje. Buenas noches.
Colgué sin escuchar sus maldiciones ahogadas.
La mañana no empezó con noticias. A las nueve y cuarto recibí un correo de Ignacio. Reunión urgente a las diez. Y una nota personal: “Ven. Veremos quién gana”. Había decidido jugárselo todo.
—¿Y qué vas a hacer? —preguntó mi marido.
—Ir, claro. No se puede faltar a tu propio estreno.
Me puse mi mejor traje. Entré en la oficina a las 9:55. Todos estaban ya en la sala de conferencias. Ignacio estaba junto a la pantalla grande. Al verme, esbozó una sonrisa forzada.
—Ah, aquí está nuestra heroína. Por favor, Lola, siéntate. Todos estamos intrigados por escuchar cómo una directora financiera, pillada en su incompetencia, intenta chantajear a—¿Listos para el acto final? —pregunté, sonriendo mientras pulsaba enviar en mi teléfono y, como por arte de magia, la pantalla tras Ignacio se llenó de transferencias sospechosas, facturas falsas y mensajes comprometedores que hicieron que su sonrisa se desvaneciera para siempre.