Era otro día más en el trabajo. Mi compañero y yo estábamos patrullando un tramo de la autovía A-3, famoso por los despistes de los conductores, especialmente donde la recta parece gritar “¡Písale!”. Todo transcurría con una calma aburrida… hasta que un Seat León plateado nos pasó como si fuéramos dos farolas. Miré el radar: 150 km/h. Carretera despejada, sol de justicia. Podría pensarse que la conductora iba tarde al trabajo, pero eso no justifica jugársela.
Revisé la matrícula: sin antecedentes, todo en regla. Encendí las luces, activé la sirena y con voz de autoridad ordené:
—¡Alto inmediatamente! Ha infringido el límite de velocidad.
El coche redujo un segundo… y luego aceleró de nuevo. Tras unos cientos de metros, al fin se detuvo en el arcén. Me acerqué al cristal y vi a una mujer joven, de unos treinta, más blanca que un yogur natural.
—Señora, ¿sabe que aquí el límite son 120? —pregunté firme.
—Sí… lo sé… —balbuceó, con la voz quebrada.
—Permiso y documentación, por favor.
Y entonces lo vi. En el suelo del coche, un charco… pero no era de café derramado. Caí en la cuenta al instante.
—Señora… ¿ha roto aguas?
—Por favor… ayúdeme… Estoy sola… —lloriqueó.
Sin pensarlo, avisé por radio: cambiaba de misión. La subimos al coche patrulla y salí pitando (pero con cuidado, que no era el momento de sumar multas). Entre gemidos y mi mano aplastada por la suya, llegamos al Hospital La Paz. El personal ya esperaba en la puerta.
Horas después, regresé todavía con el pulso acelerado. Una matrona salió al pasillo sonriente:
—Enhorabuena, es una niña. Fuerte como un toro y la madre está genial.
Ahí lo tienes. Por esto me gusta este trabajo. Las normas importan, pero la humanidad más.