**”YO HABLO 12 IDIOMAS” – DIJO EL MENDIGO… EL MILLONARIO SE RÍE, PERO QUEDA EN SHOCK…**
En las elegantes calles de Madrid, donde los edificios históricos se mezclan con la modernidad y el dinero fluye con la misma intensidad que el sol en verano, Javier Domínguez caminaba con su traje de Loewe valorado en 3.000 euros. Sus zapatos de piel resonaban con autoridad sobre el adoquín mientras hablaba por su móvil de última generación, cerrando un negocio de 50 millones de euros. A sus 45 años, Javier había construido un imperio inmobiliario que lo situaba entre los hombres más ricos de España.
Su arrogancia era tan evidente como su reloj Rolex, que brillaba en su muñeca. Mientras discutía los detalles de su última adquisición, sus ojos se posaron en una figura que contrastaba brutalmente con el lujo que lo rodeaba. Sentado en la entrada de un banco, había un hombre de unos 60 años, con el pelo canoso y la ropa ajena al paso del tiempo. Sus manos curtidas sostenían un cartón que decía: “Cualquier ayuda es bienvenida. Que Dios os bendiga”.
Javier terminó la llamada y se detuvo frente al mendigo, no por compasión, sino por curiosidad. Era raro ver a alguien pidiendo en esa zona exclusiva. Los guardias de seguridad solían apartar a personas como él, a las que Javier llamaba “obstáculos visuales” en sus reuniones de junta. El contraste era brutal: él, irradiando poder; el anciano, cargando con el peso del olvido.
Algo en los ojos del hombre lo intrigó. No eran ojos suplicantes, sino llenos de una dignidad que no encajaba con su apariencia.
—¿Qué hace aquí?— preguntó Javier, ajustándose la corbata con gesto de superioridad. —Este no es sitio para gente como usted.
El anciano alzó la mirada lentamente. Sus ojos azules tenían una profundidad inquietante. No había vergüenza en ellos, solo serenidad.
—Buenos días, señor— respondió con una voz clara y educada que sorprendió a Javier. —La vida me ha traído hasta aquí. Pero… ¿cuántos idiomas habla usted?
Javier frunció el ceño. ¿Qué clase de mendigo hacía preguntas así?
—Hablo tres—respondió con condescendencia. —Español, inglés y francés. Bastante para mis negocios. Gano en un mes lo que usted no verá en toda su vida.
El anciano asintió, como si reflexionara.
—Tres idiomas… impresionante para los negocios— murmuró. Luego, clavó la mirada en Javier. —Yo hablo doce.
El silencio que siguió fue rotundo. Javier soltó una carcajada incrédula.
—¡Doce! ¡Esto es lo más ridículo que he oído!— se dobló de risa, atrayendo miradas de los transeúntes. —Si usted habla doce idiomas, yo soy el rey de España.
El anciano no se inmutó.
—La risa es buena— dijo con calma. —Pero permítame demostrárselo.
Lo que siguió fue una demostración impecable. El mendigo habló en inglés, francés, alemán, italiano, ruso, árabe, japonés, mandarín, hindi, hebreo y, por último, griego clásico. Cada idioma fluía con naturalidad, como si fuera su lengua materna.
Javier palideció. Las piernas le flaquearon.
—¿Quién… quién es usted?— balbuceó.
—Me llamo profesor Enrique Volkov—respondió el anciano. —Fui catedrático de lingüística en la Complutense, Oxford y La Sorbona. Publiqué diecisiete libros. Tuve casas, reconocimientos… hasta que el Alzheimer lo arrebató todo.
Javier se desplomó en la acera, el traje arrugado contra el suelo.
—¿Por qué me cuenta esto?— preguntó, voz quebrada.
—Porque usted necesitaba oírlo— dijo Enrique. —He visto a cientos como usted: ricos, solos, midiendo su valor en euros. ¿Es feliz?
La pregunta resonó como un eco. Javier no supo responder.
El anciano sonrió.
—Cuando lo perdí todo, aprendí la diferencia entre *tener* una vida y *vivirla*. Ayer, una niña me habló de su perro. Hace semanas, un anciano me abrazó al darle direcciones. Esos momentos valen más que cualquier éxito.
Javier sintió el peso de su propia vacancia.
—¿Por dónde empiezo?— susurró.
—Empiece pequeño— dijo Enrique. —Hoy, siéntese en silencio. Mañana, hable *de verdad* con alguien.
Al marcharse, Javier llevaba bajo el brazo el diario del profesor, escrito en doce idiomas. Ya no era el magnate que llegó esa mañana. Era un hombre dispuesto a aprender a vivir.
Y esa noche, ambos durmieron sintiéndose, por primera vez, verdaderamente ricos.





