Dos niñas rubias sentadas solas en una parada de autobús con un cartel que decía: “Por favor, cuidad de ellas”. Mi hermano de moto Javier y yo volvíamos de desayunar un café un sábado por la mañana cuando las vimos.
Llevaban chalecos reflectantes amarillos, como los de los obreros. A las siete de la mañana, no había ni un alma alrededor.
Javier frenó su moto primero, y yo me detuve junto a él. Algo no cuadraba. Niñas tan pequeñas no se quedan solas en una parada.
Al acercarnos, vi que la más pequeña lloraba, y la mayor rodeaba con su brazo los hombros de su hermana. Entre ellas había una bolsa de papel y un globo azul atado al banco. Javier y yo nos miramos, apagamos las motos y nos acercamos despacio para no asustarlas.
—Hola, pequeñas —dijo Javier, agachándose a su altura—. ¿Dónde está vuestra mamá?
La mayor nos miró con los ojos más desgarradores que he visto en mis sesenta y tres años. Señaló la bolsa. —Mamá nos dejó una nota para que alguien bueno nos encontrara.
Se me encogió el estómago. Javier cogió la bolsa con cuidado mientras yo vigilaba a las niñas. Dentro había una barra de pan, dos zumos, ropa limpia para cada una y una hoja de cuaderno doblada.
Las manos de Javier temblaron al abrirla. Se le puso la cara blanca al leer y luego me la pasó sin decir nada.
La nota estaba escrita con una letra desesperada, apenas legible: *”A quien encuentre a Lucía y Rosa: Ya no puedo más. Estoy enferma, no tengo familia ni dinero. Merecen algo mejor que morir conmigo en nuestro coche. Por favor, cuidad de ellas. Son buenas niñas. Lo siento mucho. Sus cumpleaños son el 3 de marzo y el 12 de abril. Les gustan las tortitas y los cuentos antes de dormir. No dejéis que me olviden, pero dadles una vida. Lo siento, lo siento, lo siento.”*
Nada más. Sin nombre, ni teléfono, ni dirección. Solo dos niñas con chalecos brillantes para que alguien las viera, y un globo para que pareciera que iban a una fiesta, no que las habían abandonado.
Miré a Javier y vi lágrimas cayendo por su barba. En cuarenta años de rutas juntos, entre entierros, peleas y todo lo demás, nunca lo había visto llorar.
—¿Cómo os llamáis, cariño? —pregunté, con la voz quebrada.
—Yo soy Lucía —dijo la mayor—. Ella es Rosa. No habla mucho porque es tímida. Mamá dijo que alguien bueno nos encontraría y nos llevaría a un lugar seguro. ¿Vosotros sois buenos?
Javier soltó un sonido entre risa y llanto.
—Sí, princesa. Somos buenos. Vamos a cuidaros.
Saqué el móvil para llamar al 112, pero Javier me agarró la muñeca.
—Espera. Solo… espera un segundo.
Se secó los ojos y miró a esas dos niñas sentadas con su bolsa y su globo, y supe exactamente lo que pensaba. Porque yo pensaba lo mismo.
Somos dos viejos moteros. Nunca tuvimos hijos. La mujer de Javier lo dejó hace treinta años porque él no podía tenerlos. Yo perdí a mi prometida antes de poder intentarlo. Toda la vida fuimos los tipos de aspecto rudo que los padres apartan de sus hijos.
Y ahí estaban dos niñas cuya madre confió en que alguien cualquiera sería más bondadoso con ellas que ella en su desesperación.
—Deberíamos llamar —dije en voz baja—. Necesitan policía, servicios sociales, gente que sepa qué hacer.
Rosa, la pequeña, habló por primera vez.
—No quiero policía. Os quiero a vosotros. —Agarró la chaqueta de Javier con sus manitas—. Vosotros quedaos.
Javier se derrumbó. Este motero enorme, tatuado y barbudo, que parecía capaz de partir a un hombre en dos, se deshizo. Abrazó a las niñas como si fueran lo más preciado del mundo.
—Aquí estamos —susurró—. Las dos. Estáis a salvo. Lo prometo.
Llamé al 112 y expliqué la situación. En diez minutos llegaron tres coches de policía y una furgoneta de servicios sociales. Una mujer de aspecto amable llamada Patricia se acercó con una carpeta.
—Llevaremos a las niñas a un centro temporal mientras buscamos familiares —dijo con suavidad—. Hicieron lo correcto al parar.
Lucía y Rosa empezaron a llorar.
—No, no, no —dijo Lucía, aferrándose a la chaqueta de Javier—. Queremos quedarnos con los señores de las motos. Por favor. Mamá dijo que alguien bueno nos encontraría, y vosotros nos encontrasteis y sois buenos. Os queremos.
Patricia parecía incómoda.
—Entiendo, cariño, pero no funciona así. Estos señores son desconocidos. Tenemos familias de acogida preparadas…
—¿Cuánto tardarán en encontrar a la familia? —interrumpió Javier. Patricia dudó.
—Con tan poca información… semanas o meses. Si no hay nadie, entrarán en el sistema de acogida.
Miré la cara de Javier y supe lo que iba a hacer.
—¿Y si quisiéramos ser acogida de emergencia? —preguntó—. Ahora. Hoy. Los papeles, los antecedentes, lo que sea. Lo hacemos.
Patricia pareció sorprendida.





