Cuando abrí ese pequeño trozo de papel arrugado, jamás imaginé que esas cinco palabras, garabateadas con la letra familiar de mi hija, lo cambiarían todo. *Finge estar enferma y vete.* La miré, confundida, y ella solo movió la cabeza con desesperación, sus ojos suplicándome que le creyera. Solo más tarde descubrí el porqué.
La mañana había comenzado como cualquier otra en nuestra casa en las afueras de Madrid. Llevábamos poco más de dos años casados. Yo me había vuelto a casar con Ricardo, un empresario exitoso que conocí tras mi divorcio. Nuestra vida parecía perfecta a ojos de todos: una casa confortable, dinero en el banco y mi hija, Lucía, por fin tenía la estabilidad que tanto necesitaba. Lucía siempre fue una niña observadora, demasiado callada para sus catorce años. Absorbía todo como una esponja. Al principio, su relación con Ricardo fue complicada, como suele pasar con los padrastros, pero con el tiempo parecían haber encontrado un equilibrio. O al menos, eso creía yo.
Ese sábado por la mañana, Ricardo había invitado a sus socios a un almuerzo en casa. Era un evento importante. Iban a discutir la expansión de la empresa, y Ricardo estaba especialmente nervioso por impresionarlos. Había pasado toda la semana preparando cada detalle, desde el menú hasta la decoración.
Estaba en la cocina terminando la ensalada cuando apareció Lucía. Su rostro estaba pálido, y había algo en su mirada que no lograba identificar. Tensión. Miedo.
—Mamá —susurró, acercándose como quien no quiere llamar la atención—. Necesito enseñarte algo en mi habitación.
Ricardo entró en la cocina en ese momento, ajustando su corbata cara. Siempre iba impecable, incluso en eventos informales en casa. —¿De qué estáis hablando? —preguntó con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
—Nada importante —respondí automáticamente—. Lucía solo me pide ayuda con algo del instituto.
—Bueno, no tardéis —dijo, mirando su reloj—. Los invitados llegarán en media hora y necesito que estés conmigo para recibirlos.
Asentí y seguí a mi hija por el pasillo. En cuanto entramos en su habitación, cerró la puerta rápidamente, casi con brusquedad. —¿Qué pasa, cariño? Me estás asustando.
Lucía no respondió. En lugar de eso, cogió un pequeño trozo de papel de su escritorio y me lo puso en las manos, mirando nerviosa hacia la puerta. Desdoblé el papel y leí las palabras apresuradas: *Finge estar enferma y vete. Ahora.*
—Lucía, ¿qué clase de broma es esta? —pregunté, confundida y algo molesta—. No tenemos tiempo para juegos. No con los invitados a punto de llegar.
—No es una broma —su voz era apenas un susurro—. Por favor, mamá, confía en mí. Tienes que salir de esta casa ahora. Inventa lo que sea. Di que te encuentras mal, pero vete.
La desesperación en sus ojos me paralizó. En todos mis años como madre, nunca la había visto tan seria, tan asustada. —Lucía, me estás alarmando. ¿Qué está pasando?
Miró hacia la puerta de nuevo, como si temiera que alguien escuchara. —No puedo explicártelo ahora. Te lo prometo, te lo contaré todo luego. Pero ahora tienes que confiar en mí. Por favor.
Antes de que pudiera insistir, oímos pasos en el pasillo. El picaporte giró, y apareció Ricardo, su rostro ahora visiblemente irritado. —¿Qué hacéis que tardáis tanto? El primer invitado acaba de llegar.
Miré a mi hija, cuyos ojos suplicaban en silencio. Entonces, por un impulso que no pude explicar, decidí confiar en ella. —Lo siento, Ricardo —dije, llevándome la mano a la frente—. De repente me siento mareada. Creo que puede ser migraña.
Ricardo frunció el ceño, sus ojos entrecerrándose ligeramente. —¿Ahora, Helena? Hace cinco minutos estabas perfectamente.
—Lo sé. Me ha venido de repente —expliqué, intentando sonar genuinamente indispuesta—. Podéis empezar sin mí. Voy a tomar una pastilla y tumbarme un rato.
Por un momento tenso, pensé que iba a discutir, pero entonces sonó el timbre y decidió que atender a los invitados era más importante. —Vale, pero intenta unirte a nosotros lo antes posible —dijo antes de salir.
En cuanto nos quedamos solas, Lucía me agarró de las manos. —No te vas a tumbar. Nos vamos de aquí ahora mismo. Di que necesitas ir a la farmacia a por medicina más fuerte. Yo iré contigo.
—Lucía, esto es absurdo. No puedo abandonar a los invitados.
—Mamá —su voz tembló—. Te lo suplico. Esto no es un juego. Se trata de tu vida.
Había algo tan crudo, tan genuino en su miedo que sentí un escalofrío. ¿Qué podía haber asustado tanto a mi hija? ¿Qué sabía ella que yo no? Cogí mi bolso y las llaves del coche rápidamente. Encontramos a Ricardo en el salón, hablando animadamente con dos hombres trajeados.
—Ricardo, discúlpame —interrumpí—. El dolor de cabeza empeora. Voy a la farmacia a por algo más fuerte. Lucía viene conmigo.
Su sonrisa se congeló un instante antes de volverse hacia los invitados con resignación. —Mi mujer no se encuentra bien —explicó—. Volvemos pronto —añadió, mirándome. Su tono era casual, pero sus ojos transmitían algo indescifrable.
Al subir al coche, Lucía temblaba. —Conduce, mamá —dijo, mirando hacia la casa como si esperara que ocurriera algo terrible—. Aléjate de aquí. Te lo explicaré por el camino.
Arranqué el coche, con mil preguntas en la cabeza. ¿Qué podía ser tan grave? Fue cuando empezó a hablar que mi mundo se desmoronó.
—Ricardo intenta matarte, mamá —dijo, las palabras saliendo como un sollozo ahogado—. Lo escuché anoche al teléfono, hablando de poner veneno en tu té.
Pisé el freno bruscamente, casi chocando con un camión parado en el semáforo. Mi cuerpo se heló, y por un momento no pude respirar, mucho menos hablar. Las palabras de Lucía parecían absurdas, como sacadas de un mal thriller.
—¿Qué dices, Lucía? Eso no tiene ninguna gracia —logré decir al fin, con una voz más débil de lo que hubiera querido.
—¿Crees que bromearía con algo así? —Sus ojos estaban húmedos, su rostro contraído entre el miedo y la rabia—. Lo escuché todo, mamá. Todo.
Un conductor detrás de nosotros tocó el claxon, y me di cuenta de que el semáforo estaba en verde. Pisé el acelerador automáticamente, conduciendo sin rumbo, solo para alejarme de la casa. —Cuéntame exactamente qué oíste —pedí, intentando mantener la calma, aunque el corazón me golpeaba las costillas como un animal enjaulado.
Lucía respiró hondo antes de empezar. —Bajé a por agua anoche. Era tarde, quizá las dos de la madrugada. La puerta del despacho de Ricardo estaba entreabierta, y la luz encendida. Estaba al teléfono, hablando en voz baja. —Hizo una pausa, como reuniendo valor—. Al principio, pensé que era algo de la empresa, pero entonces dijo tu nombre.
Mis dedos se aferraron al volante con tanta fuerza que los nudillos se pusieron blancos.
—Dijo: “Todo está planeado para mañana. Helena tomará su té como siempre en estos eventos. Nadie sospechará nada. Parecerá un infarto. ¿Me lo garantizas?”. Y luego… luego se rio, mamá. Se rio como si hablara del tiempo.
Sentí un vuelco en el estómago. No podía ser real. Ricardo, el hombreY así fue cómo, gracias al valor de mi hija y a un trozo de papel arrugado, logramos escapar de las garras de un hombre que jamás imaginamos capaz de tanta maldad.





