La mansión de los Delgado se alzaba imponente y silenciosa, sus suelos de mármol brillando bajo la tenue luz de los candelabros. Afuera, el viento invernal arañaba los altos ventanales, sacudiéndolos con cada ráfaga helada. Dentro, sin embargo, el ambiente era denso y pesado. Cálido, sí, pero un calor que se aferraba más a las paredes que a los corazones de quienes vivían allí.
Lucía se ajustó el uniforme azul verdoso de empleada y se frotó el brazo a través de los finos guantes de limpieza. Su antebrazo aún le escocía donde un moretón, profundo y violáceo, había empezado a formarse más temprano. Hacía mucho que había aprendido que los moratones eran más fáciles de ocultar que las palabras dichas fuera de lugar. En la casa de los Delgado, el silencio era supervivencia.
Catorce horas llevaba de pie, fregando, puliendo, quitando el polvo, pero su trabajo no acababa ahí. Los gemelos se habían dormido llorando esa tarde, y solo Lucía había ido a consolarlos. Sus llantos habían llenado el aire durante lo que pareció una eternidad, y nadie más apareció.
Los niños, de apenas tres meses, yacían ahora sobre una fina manta blanca extendida en la alfombra, vestidos con unos monos azules idénticos. Sus pequeños pechos subían y bajaban al unísono, frágiles pero constantes. Sus mejillas, sonrosadas, se tocaban suavemente mientras dormían, buscando calor no en su padre o su familia, sino en la única mujer que se quedaba con ellos.
Lucía se arrodilló a su lado, con el cuerpo dolorido y el alma exhausta. Cuando la contrataron seis meses atrás, le dijeron que solo se encargaría de la limpieza, pero la realidad se reveló pronto. Las niñeras iban y venían, sin durar más de unas semanas. Cuando se marchaban, nadie las reemplazaba. Era más fácil para los Delgado cargar a Lucía con el rol de cuidadora que buscar ayuda de verdad.
La madre de los niños se había ido tras el parto, su memoria susurrada entre el personal como si pronunciar su nombre perturbara su paz. Fernando Delgado, su padre, era un hombre cuyo nombre inspiraba respeto en las salas de juntas y cuyas decisiones movían mercados. Pero en su propia casa, era un fantasma. Lucía observó a los gemelos dormir, el corazón apretado por amor y preocupación.
Esa misma noche, uno había tenido fiebre, sus pequeños puños apretados por el dolor, mientras el otro gritó hasta quedarse sin voz. Lucía los había mecido, tarareado y calmado como pudo. Ahora, sus brazos temblaban del esfuerzo. No se atrevía a dejarlos en la habitación infantil, demasiado fría, con cunas demasiado duras.
Así que se quedó ahí, donde la alfombra guardaba el calor del resplandor dorado de la lámpara. La fatiga la arrastraba. Se tumbó junto a los niños, la mejilla apoyada en su brazo, su mano enguantada extendida sobre la manta como protección. Escuchó sus suaves respiraciones, prometiéndose que no cerraría los ojos. Pero el cansancio la traicionó. Se dijo que solo sería un momento.
La casa estaba en silencio cuando la puerta principal se abrió. Fernando Delgado entró, sus pasos firmes, su traje azul marino impecable, la corbata roja perfecta. Llevaba un maletín en una mano mientras con la otra aflojaba el nudo de la corbata. Al entrar, se detuvo en seco. Allí, en el salón, estaba su empleada tumbada en la alfombra, la cabeza a centímetros de sus hijos.
Los gemelos dormían en el suelo, las mejillas rozando la manta suave. El brazo de Lucía descansaba sobre el borde de la tela, como un guardián silencioso. Él vio el moretón en su brazo, leve pero innegable. Su voz cortó el silencio como un cuchillo:
—¿Qué coño pasa aquí?
Lucía se despertó sobresaltada, el pulso acelerado. Se incorporó rápido, mirando entre él y los niños. Uno de los gemelos gimió.
—Te he hecho una pregunta —insistió Fernando, avanzando—. ¿Por qué están mis hijos en el suelo? ¿Por qué estás tú aquí? —Se detuvo, la mirada clavada en su moretón—. ¿Qué te ha pasado en el brazo?
Lucía tragó saliva, su voz quedó queda.
—Lloraban. Necesitaban…
—Para eso tienen niña —le espetó.
Ella alzó la barbilla. Por una vez, no retrocedió.
—No, no la tienen. Solo estoy yo.
Un destello de inseguridad cruzó su rostro, pero su tono siguió frío.
—Hablamos ahora en mi despacho.
El pecho de Lucía se oprimió al mirar a los gemelos, todavía dormidos, tan pequeños e inconscientes. Se levantó despacio, las rodillas rígidas por horas en el suelo, y lo siguió.
El despacho estaba en penumbra, alumbrado solo por el resplandor de la chimenea. Las sombras danzaban sobre los rasgos afilados de Fernando mientras dejaba el maletín. Su voz transmitía autoridad.
—Explica.
Las manos de Lucía temblaban, pero sus palabras fueron firmes.
—Los gemelos no reciben cuidado adecuado hace semanas. La última niñera se fue y nadie la sustituyó. Yo limpio, cocino y los cuido porque nadie más lo hace. Esta noche, uno tuvo fiebre. No podía dejarlo en esa habitación helada. Me quedé con ellos donde hacía más calor.
—¿Y por qué estabas tú allí tumbada?
Lucía lo miró a los ojos. Su pecho temblaba, pero se mantuvo firme.
—Porque estaba agotada. Llevo trabajando desde el amanecer. No he comido desde esta mañana. Cuando por fin dejaron de llorar, me quedé cerca por si despertaban. No quería dormirme. Pero si tuviera que hacerlo otra vez, lo haría. Ellos se sentían seguros.
Algo cambió en la expresión de Fernando. Su ira se atenuó, reemplazada por un peso.
—¿El moretón? —preguntó.
Lucía se tocó el brazo instintivamente.
—Uno de tus invitados la semana pasada, en la fiesta. Me empujó cuando pasaba con una bandeja. Caí. Nadie se dio cuenta —hizo una pausa—. O quizá nadie quiso darse cuenta.
Fernando se quedó inmóvil. Recordó esa noche. El champán, las risas, el ruido de negocios y conexiones que no había visto… O quizá no había mirado.
—Debiste decírmelo —murmuró.
—¿Habría importado? —su voz se quebró—. Ni siquiera los ves, señor Delgado. No ves a tus hijos. Solo me tienen a mí. Y yo aquí no soy nadie. Solo soy la empleada.
El fuego crepitó. El silencio se alargó. Fernando se giró hacia la ventana, su reflejo pintado en luz anaranjada, acechado por los recuerdos de su difunta esposa y los días en que se había refugiado en el trabajo.
Finalmente, dijo:
—Quédate aquí.
Salió del despacho sin más. Lucía se quedó paralizada, sin entender. Minutos después, volvió con dos mantas azules de la habitación infantil. Sin decir nada, se arrodilló —de verdad, se arrodilló— junto a sus hijos. Con cuidado, los arropó.
Lucía, observando, sintió cómo se le cerraba la garganta. Nunca lo había visto inclinarse así, tan bajo, tan tierno.
—Son más pequeños de lo que recordaba —susurró Fernando. Su mano se cernió sobre sus cabecitas, temblorosa, con miedo a tocarlos.
—Te necesitan —dijo Lucía en voz baja—. No solo tu apellidoFernando alzó la mirada, los ojos húmedos, y por primera vez en años, dejó que el amor venciera al miedo.
Interesante relato ¿que sigue?