El Agente Iba a Arrestarla, Pero Rescató a un Cachorro

Estaba en el porche tomando un café tibio cuando el coche patrulla se detuvo frente a la casa de la señora Rosario, esa con las ventanas descascaradas y el cartel de «NO MOLESTAR» más viejo que yo.

Pensé que sería por la queja del ruido del fin de semana, o que al fin habían pillado a su nieto Darío por poner esa música con basses a todo volumen a las tres de la madrugada. Pero entonces el agente salió del coche—tranquilo, seguro, de esos que no necesitan alzar la voz para imponer respeto.

Lo que no esperaba era que pasara de largo frente a la casa… y se arrodillara junto a los contenedores de basura.

Acerqué los ojos. Entonces lo vi: un cachorro color café, todo costillas y patas temblorosas, apretujado entre los basureros como si llevara días escondido.

El agente no lo dudó. Lo levantó como si fuera de cristal, acunándolo contra su pecho. El perro se fundió en él. Sin ladridos. Sin forcejeos. Solo un silencio desgarrador, como si al fin hubiera dejado de huir.

Y lo más raro fue ver cómo cambiaba su expresión. Se le notó al instante. Ya no estaba ahí por trabajo. Lo que fuera que lo había traído… dejó de importar.

Luego alzó la mirada—directo hacia mí.

«¿Sabía algo de este perro?», preguntó, con voz baja.

Abrí la boca. La cerré. Porque sí lo había visto. Dos noches atrás. Pero no dije nada. Me convencí de que encontraría su camino a casa.

Caminó hacia mí, todavía con el cachorro en brazos.

Y al llegar a mi porche, dijo:

«—Podría haberlo salvado si hubiera dicho algo.»

Eso me golpeó en el pecho. No por el tono—que no era de reproche—, sino por lo obvio. Como si ya hubiera vivido esa escena mil veces y supiera cómo terminaba.

«Yo… pensé que se habría ido. O que tenía dueño», balbuceé. «No creí que estuviera en problemas.»

El agente miró al perro, que empezó a lamer su uniforme como si fuera lo primero limpio que tocaba en una semana. Luego volvió a mirarme. «Nos inventamos mil excusas para no involucrarnos.»

No pude discutirle. Estaba en medio de una disculpa torpe cuando la puerta de la señora Rosario crujió. Ni siquiera salió; se apoyó en el marco como si le pesaran los huesos.

«¿Es por Darío?», gruñó. «Porque si es así, ya le dije que no comería ni una miga si volvía con esas tonterías.»

El agente la miró, luego a mí. «¿Dijo que esta casa era de la señora Rosario?»

Asentí. «Ella es. Darío es su nieto. Vive aquí de vez en cuando.»

No pareció impresionado.

«Gracias», dijo, y cruzó la calle.

Lo vi balancear al cachorro con un brazo y llamar a la puerta con el otro. La señora Rosario lo escrutó como si fuera un vendedor ambulante.

«Señora», dijo él, «soy el agente Ruiz. Vine por un informe de maltrato animal.»

Eso la hizo reír. Una carcajada seca, como si le hubieran contado un chiste.

«¿Maltrato? ¿Esa cosa? Ni siquiera es mío. Darío lo trajo borracho la semana pasada y lo olvidó. Ya le dije que se deshiciera de él.»

No escuché el resto, pero por la postura del agente Ruiz, supe que no iba bien. No gritó. No levantó la mano. Solo asintió, hizo un par de preguntas más, y volvió al coche—con el cachorro aún en brazos.

Ahí debería haber terminado.
Pero no fue así.

A la mañana siguiente, encontré una nota en mi buzón.

«Gracias por no mirar hacia otro lado esta vez. —Ruiz.»

No había dirección. Ni teléfono. Solo eso, y una foto pequeña del cachorro acurrucado en una cama. Ya se veía más limpio. Más feliz.

Y yo… no pude dejar de pensarlo.

Esa criatura había estado ahí, en el callejón trasero. Lo oí gemir. Pensé en buscarlo. No lo hice. Era más fácil no saber.

Pero ahora lo sabía. Y no podía olvidarlo.

Tres días después, volví a ver a Ruiz.

Esta vez, no llevaba uniforme. Iba en vaqueros y una camisa a cuadros, en el mercado con una bolsa de melocotones en una mano y una correa en la otra. El cachorro—limpio, con collar—olía unas patatas como si fuera la primera vez que veía el mundo.

Le toqué el hombro.
«Oye», dije. «Bonito perro.»

Se giró, sorprendido al principio, pero luego sonrió.

«Tú otra vez», dijo. «Me alegra que te acercaras.»

Me encogí de hombros. «He estado pensando en él. En lo que dijiste.»

Ruiz no se regodeó. No dijo «te lo dije». Solo asintió.

«¿Quieres sostenerlo?», preguntó, ofreciéndome la correa.

No lo dudé.

El cachorro saltó en cuanto me agaché. Su lengua rozó mi barbilla, su cola moviéndose tan rápido que era un borrón. No podía creer que fuera el mismo animal frágil de junto a la basura.

«¿Cómo se llama?», pregunté.

«Afortunado», dijo Ruiz. «Porque en serio, le quedaba una hora para morir de frío cuando lo encontré.»

Tragué saliva. Ese golpe en el estómago volvió.

«¿Quieres quedártelo?», pregunté.

Ruiz desvió la mirada. «Me gustaría. Pero trabajo turnos largos. No hay nadie en casa. Él necesita más.»

No lo dijo abiertamente, pero noté la pregunta detrás de sus palabras.

«Quizá yo pueda ayudar», dije sin pensarlo demasiado.

Su sonrisa creció. «¿En serio?»

«Sí», contesté. «Podría repartir su tiempo entre los dos.»

Y así empezó nuestra rutina.

Por las mañanas, Afortunado estaba conmigo. Lo alimentaba, lo paseaba, lo dejaba dormir en el porche mientras trabajaba. Ruiz lo recogía por las tardes antes de su turno. Los fines de semana, íbamos juntos al parque.

Era raro cómo rápido se hizo normal.

Más raro aún cómo empecé a esperarlo con ansias.

Un sábado, Ruiz me preguntó si quería acompañarlo en una ronda comunitaria. Solo sentarme en el coche, ver en qué consistía su trabajo. Acepté.

Recorrimos barrios en los que nunca me fijaba. Me enseñó cómo hablaba con los niños que merodeaban frente a los ultramarinos, cómo preguntaba en vez de amenazar.

«Este trabajo… no es solo detener a los malos», dijo. «Es ver lo que la gente tiene demasiado miedo o cansancio para decir en voz alta.»

Eso se me quedó grabado.

Sobre todo cuando pasamos junto a una casa con ventanas tapiadas y dos niños pequeños sentados en el escalón. Tendrían siete y nueve años, descalzos y callados. Ruiz redujo la velocidad.

«Ahí vive la familia Martín», dijo. «He presentado cinco informes este año. Nada cambia. Pero sigo intentándolo.»

Algo se movió dentro de mí ese día.

Era fácil quejarse desde el porche de cómo se desmoronaba el mundo. Más difícil bajarse y hacer algo al respecto.

Pero ahora tenía una razón.

O quizá… dos.

Porque dos meses después, Ruiz vino un martes en vez de un jueves.

Afortunado saltó a sus brazos como siempre, pero Ruiz parecía raro. Más callado.

No se sentó. No aceptó café. Solo dijo: «Me trasladan.»Mi corazón se apretó al darme cuenta de que, aunque él se marchaba, Afortunado y las lecciones que trajo consigo se quedarían para siempre en mi vida.

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