El bebé del millonario no comía nada hasta que la empleada humilde preparó este plato. “Señor Mendoza, si su hijo no come en las próximas veinticuatro horas, tendremos que hospitalizarlo y alimentarlo por sonda”. Las palabras del doctor Ramírez resonaron como un golpe en el pecho de Álvaro Mendoza.
El hombre más poderoso de la industria hotelera en España, con una fortuna valorada en más de setenta millones de euros, se sentía completamente impotente ante el rechazo de su bebé de dieciocho meses hacia cualquier alimento. Álvaro observaba desde la puerta del cuarto infantil cómo el pequeño Adrián lloraba inconsolablemente en brazos de la enfermera Sofía, la quinta especialista en nutrición pediátrica contratada en los últimos dos meses.
Sobre la mesita de roble noble reposaban intactos los purés ecológicos importados de Francia, las papillas preparadas por el chef del restaurante más exclusivo de Salamanca e incluso los biberones con las fórmulas más caras del mercado. Nada. El niño lo rechazaba todo.
Habían pasado seis meses desde aquella tarde de abril cuando Lucía, su esposa, perdió la vida en un accidente de tráfico en la M-30. Medio año en el que la luz no solo se había apagado en los ojos de Álvaro, sino también en los de su pequeño hijo. Adrián había comenzado a rechazar la comida poco a poco hasta que llegó el día en que sus labios se negaban a abrirse ante cualquier cuchara que se le acercara.
“Señor Mendoza, he intentado todo lo posible”, dijo la enfermera Sofía al salir de la habitación con el rostro demudado por la frustración. “El niño simplemente no quiere comer, ni siquiera las galletas que suelen encantarles a los bebés de su edad”.
Álvaro pasó una mano por su cabello, despeinando la perfección que su imagen pública siempre exigía. Sus ojos oscuros, que habían intimidado a empresarios en salas de reuniones, ahora solo reflejaban desesperación.
“¿Cuánto peso ha perdido?”, preguntó con voz ronca.
“Casi dos kilos en el último mes, señor. Está por debajo del percentil mínimo”.
Si seguía así, la enfermera no terminó la frase. No hacía falta.
En ese momento, unos tacones resonaron contra el mármol del pasillo. Apareció Isabel Mendoza de Santamaría, la madre de Álvaro, una mujer de sesenta y dos años cuyo rostro conservaba un aspecto impecable gracias a los mejores cirujanos plásticos de Barcelona. Llevaba un traje de lino blanco y un collar de perlas heredado de su bisabuela.
“Álvaro, esto es ridículo”, declaró Isabel con voz tajante. “Ese niño necesita mano firme, no tantas pamplinas de enfermeras y especialistas. En mis tiempos, los niños comían lo que se les ponía delante o se quedaban con hambre”.
“Madre, por favor, no ahora”, suplicó Álvaro, masajeándose las sienes donde empezaba a surgir un dolor de cabeza.
“Te lo digo en serio, hijo. Has gastado una fortuna en todos estos expertos y el niño sigue igual. ¿Sabes lo que necesita Adrián? Necesita una madre, una mujer de buena familia que pueda criarlo como es debido. Elena de la Vega ha preguntado por ti varias veces. Su familia tiene excelente reputación, y a ella le encantaría ser madre de Adrián”.
“¡Basta, madre!”. La voz de Álvaro retumbó en el pasillo, haciendo que la enfermera Sofía diera un respingo. “Lucía murió hace seis meses. Seis meses, y todo en lo que puedes pensar es en reemplazarla como si fuera un mueble viejo”.
Isabel apretó los labios, dibujando una línea de desaprobación. “No estoy diciendo que la reemplaces, Álvaro. Pero ese niño necesita estabilidad. Necesita una figura materna, y tú necesitas seguir adelante con tu vida”.
“Mi vida es mi hijo”, respondió Álvaro con firmeza. “Y encontraré la manera de ayudarlo, con o sin tu aprobación”.
Isabel suspiró dramáticamente y se dio la vuelta, sus perlas brillando bajo la luz de la lámpara de araña. “Eres tan terco como tu padre. Pero está bien, sigue malgastando tu dinero en soluciones que no funcionan. Cuando ese niño termine en el hospital con una sonda, recuerda que te lo advertí”.
Las palabras de su madre flotaron en el aire mientras se alejaba, el sonido de sus tacones desvaneciéndose poco a poco. Álvaro entró en la habitación de Adrián y se acercó a la cuna donde el niño yacía exhausto de tanto llorar. Sus mejillas, antes sonrosadas y llenas, ahora dejaban ver los pómulos marcados. Sus ojos azules, iguales a los de Lucía, lo miraban con una tristeza que ningún niño debería conocer.
“Mi pequeño príncipe”, susurró Álvaro, acariciando suavemente la cabeza de su hijo. “Por favor, come algo, cualquier cosa. Tu padre haría lo que fuera por verte bien”.
Adrián cerró los ojos, agotado.
Al otro lado de la ciudad, en un modesto piso del barrio de Vallecas, Clara Gutiérrez doblaba cuidadosamente su único vestido presentable mientras su hermana pequeña, Ana, la observaba desde el sofá que compartían.
“¿Estás segura de esto, Clara?”, preguntó Ana, de dieciséis años, mordisqueándose una uña. “Dicen que los ricos son muy exigentes, y tú nunca has trabajado en una casa así”.
Clara, de veintiocho años, sonrió con esa calma que solo da la fe mezclada con la necesidad. Su rostro moreno reflejaba su herencia andaluza, y sus ojos oscuros brillaban con determinación.
“Ana, llevamos tres meses en Madrid y apenas hemos podido pagar el alquiler. Mamá necesita sus medicinas en el pueblo, y tú tienes que terminar el instituto. Esta oportunidad en casa de los Mendoza paga el triple de lo que ganaba limpiando oficinas”.
“Pero dicen que la señora Isabel es una arpía”, insistió Ana. “María, la que vende churros en la esquina, dice que su prima trabajó allí y la despidieron en dos semanas por romper una copa”.
Clara guardó su vestido en la maleta de tela. “Pues tendré cuidado de no romper ninguna copa”, respondió con humor. “Además, necesitamos ese dinero. No nos podemos permitir tener miedo”.
Se acercó al estante donde guardaban la única foto que habían traído del pueblo. Su abuela Carmen, con su delantal de flores y su sonrisa llena de sabiduría, posando frente a su pequeña cocina de leña.
“La abuela siempre decía que Dios provee”, murmuró Clara, tocando el cristal del marco. “Y que las manos humildes pueden sanar más que el dinero. Confío en eso”.
“Ojalá tengas razón, hermana”.
Al día siguiente, al amanecer, Clara tomó tres autobuses distintos para llegar a La Moraleja, una de las zonas más exclusivas de Madrid. Cuando el taxi que tomó en la última parada se detuvo frente a la mansión Mendoza, Clara apenas pudo contener un grito de sorpresa.
La residencia era un palacio moderno de tres plantas, con enormes ventanales, jardines inmaculados y una fuente de piedra en la entrada. Las paredes, pintadas de un blanco impoluto, y las rejas de hierro forjado relucían bajo el sol matutino.
“¿Segura que es aquí, señorita?”, preguntó el taxista, mirándola por el retrovisor con curiosidad evidente.
Clara asintió, pagó con los últimos billetes que le quedaban y respiró hondo antes de tocar el timbre de la entrada de servicio.
La puerta fue abierta por una mujer robusta de unos cincuenta años, de expresión seria y delantal impecable.
“Clara Gutiérrez, ¿verdad?”, preguntó sin preámbulos.
“Sí, señora. Vengo por el puesto de empleada doméstica”.
“Soy Matilde, la ama de llaves. Llegas tarde. El horario era a lasMatilde abrió la puerta con gesto adusto y dijo, “Entra, ya veremos si vales para esto”, mientras el corazón de Clara latía con fuerza, sin sospechar que su vida estaba a punto de cambiar para siempre.





