Me llamo David. Conduzco el Autobús 14 en Zaragoza. La misma ruta durante 22 años. Veo las mismas caras, sobre todo cansadas. Especialmente las personas mayores que esperan en la esquina de Roble y Quinta. Ahí están… sentadas. Esperando. Como si esperaran que el mundo las recordara.
Un invierno, apareció la señora Martínez. Ochenta y tantos años, menuda, siempre con ese abrigo morado desgastado. Se sentaba sola en el banco, agarrando su bolso gastado, mirando fijamente la calle vacía. No solo miraba… como si quisiera que el autobús llegara antes. O quizá que alguien la viera.
La mayoría de los días, nadie lo hacía. La gente pasaba junto a ella como si fuera parte del mobiliario. Incluso su familia… bueno, una vez la vi llorando bajito al teléfono. “Solo quería oír tu voz, cariño… Sí, sí, ya sé que estás ocupada. No te preocupes por mí.” Colgó, se secó los ojos rápido, como avergonzada. Se me cayó el alma a los pies.
Yo siempre le hacía un gesto al llegar: “¡Buenos días, señora Martínez!” Ella sonreía, pero sin llegar a los ojos. Solo por educación. Como si estuviera acostumbrada a ser invisible.
Hasta que un martes helado no apareció. Tampoco al día siguiente. La preocupación me roía. Después del turno, caminé las tres calles hasta su casita. Asomándome por la ventana empañada, la vi desplomada en un sillón, la manta torcida, terriblemente sola. Llamé a la puerta. La abrió, confundida, luego asustada. “¡Ay, David! ¡El conductor! ¿Qué… qué pasa?” Solo dije: “No la vi en la parada. Quería asegurarme de que estuviera bien, señora Martínez.” Se le llenaron los ojos de lágrimas. “Nadie… nadie ha venido”, susurró.
Eso lo cambió todo. La próxima vez que estuvo en la parada, no solo saludé. Me bajé antes de abrir las puertas. “¡Hoy hace frío, señora Martínez! ¿Se ha abrigado bien la bufanda?”, le pregunté señalándola. Parpadeó, sorprendida. “Pues… sí, David. Gracias por fijarte.” Treinta segundos. Pero toda su cara se iluminó. Como si le hubiera dado oro.
Empecé a hacerlo con los demás. La señora Gutiérrez, siempre tejiendo. “¡Esa bufanda va fenomenal, señora Gutiérrez!” Don Antonio, que caminaba lento. “¡Todo el tiempo del mundo, don Antonio! El autobús no se va sin usted.” Pequeños detalles. Nombres. Verlos de verdad.
Entonces, pasó algo asombroso. Los demás empezaron a imitarlo. ¿Una joven con su bebé? Sonreía a la señora Martínez. “Me encanta su abrigo morado, señora. Da alegría.” ¿Un chaval con auriculares? Se quitaba uno. “¿Necesita ayuda con el bolso, señora Gutiérrez?” Una mañana de nieve, vi a don Antonio quitándole la nieve al banco antes de que ella se sentara. Nada especial. Solo… humanos.
No era comida ni arreglar cosas. Era mirar. Mirarse de verdad. Como si importáramos. Sin más.
La señora Martínez falleció la primavera pasada. Tranquila, me dijo su hija (que al fin empezó a visitarla más). En su pequeño funeral, ¿adivinan quiénes estábamos? No solo familia. Yo. La señora Gutiérrez. Don Antonio. La joven madre. Hasta aquel chico. No éramos familia, pero éramos su gente. Los de la parada.
Ahora, el Autobús 14 es distinto. La gente habla. Preguntan cómo estás de verdad. Guardan sitios para los que van despacio. Comparten paraguas. No es ruidoso ni llamativo. Solo… más amable. Más cálido.
Soy solo un conductor. Pero aprendí algo: a veces, lo más poderoso que puedes dar no es dinero ni comida. Es mirar a los ojos, decir su nombre, y hacerles saber… que no los han olvidado. ¿Esa chispa mínima? Prende. En serio que sí.
La próxima vez que veas a alguien solo —en una parada, una tienda, tu propia calle— salúdalo. Di su nombre, si lo sabes. No cuesta nada. Pero para alguien que se siente invisible… puede ser la luz que esperaba. Pruébalo. Mira qué nace.
Que esta historia llegue a más corazones…