Él decía que extrañaba a nuestra hija, pero su verdadera intención la destrozó

Casi no cogí el teléfono aquel viernes por la mañana.

El nombre de Javier brillando en la pantalla me paralizó, como ver un fantasma a plena luz del día. Tres años habían pasado desde que se marchó sin avisar, eligiendo a otra mujer y una nueva vida a solo unas calles de distancia. Sin despedida. Sin explicación. Simplemente… desaparecido.

Pero esta vez, su voz sonó distinta.

“Alejandra,” dijo, con un tono bajo, como si el remordimiento por fin le pesara. “He estado pensando mucho… en Lucía. Quiero verla. Quiero arreglar las cosas.”

Habló de fines de semana juntos, de recuperar el tiempo perdido, de que nunca había dejado de quererla. Una parte de mí quería colgar, cerrar esa puerta para siempre. Pero la otra parte—la que veía a Lucía dormir abrazando a un osito de peluche al que una vez llamó “Papá”—no podía negarle la oportunidad que llevaba tanto deseando.

Así que dije que sí.

Lucía estaba emocionada. Ayudó a hacer su maleta: pijamas brillantes, galletas de animalitos, su viejo conejo de peluche y un dibujo que decía “Te he echado de menos, Papá.” Me sonrió con esa optimismo infantil que a la vez parte y repara el corazón.

“¡Le voy a pedir que vayamos a por tortitas y al zoo!” dijo, radiante.

Yo sonreí, obligándome a creer que esto era bueno. Que sanaba, incluso.

El sábado pasó con mensajes alegres—fotos de Lucía en los columpios, con algodón de azúcar, en un tiovivo. Por primera vez en años, sentí un atisbo de paz en el pecho.

Pero la paz puede ser engañosa.

El domingo por la tarde, mi hermana llamó. Jamás olvidaré el pánico en su voz.

“Ale, mira Instagram. Ahora.”

“¿Qué pasa?” pregunté, ya abriendo la aplicación.

“Se ha casado. Hoy. Tu hija—estuvo en la boda.”

Me quedé helada.

Ahí, en mi pantalla, estaba Javier, sonriente con un traje impecable, junto a una mujer de blanco—Raquel. Y en medio de ellos, Lucía. Con un vestido blanco de volantes que no había visto nunca, agarrando un ramo más grande que ella, mirando a la cámara con ojos como platos.

El pie de foto decía: #ElMejorDía #FamiliaEnsamblada #NuestraPrincesa

Mis manos se enfriaron. Sentí un nudo en la garganta.

Llamé. No contestó. Volví a llamar. Buzón de voz. Otra vez.

Entonces conduje hasta allí.

El lugar era una finca campestre en las afueras de Madrid. Rosas blancas enroscadas en la entrada. Champán fluyendo. Música sonando. Javier bailaba con Raquel bajo luces centelleantes mientras los invitados brindaban por el “para siempre.”

Y ahí—sola en un banco, lejos de las risas—estaba Lucía. Su tiara torcida, su conejo de peluche apretado contra el pecho.

Cuando me vio, corrió hacia mí. “Mamá,” susurró, enterrando la cara en mi abrigo, “¿nos podemos ir ya a casa?”

No dije nada. La levanté y me giré para marcharme. Fue entonces cuando Raquel se interpuso en mi camino, toda sonrisas y teatralidad.

“¡Espera!” dijo con voz chillona. “¡No hemos hecho la foto familiar!”

La miré fijamente.

“No es un adorno,” dije, con la voz temblorosa de rabia. “Es una niña. No un accesorio para tu fantasía de Pinterest.”

La sonrisa de Raquel ni siquiera se inmutó. “Tranquila, estaba preciosa. Solo necesitábamos una paje.”

Fue entonces cuando una de las damas de honor se acercó, vacilante.

“Lo planeó,” susurró. “Raquel dijo que convencería a Javier para que ‘tomara prestada a la niña’ y que las fotos de la boda quedaran perfectas. Nos dijo que caerías.”

Sentí que el mundo se inclinaba.

No miré a Javier. No grité. Solo carguécon mi hija en brazos y salí de aquel lugar, protegiéndola de una habitación llena de extraños que no merecían conocerla.

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