Ana siempre se había sentido como una extraña en su propia casa. Su madre claramente prefería a sus hermanas mayores —Lucía y Marta—, mostrándoles mucho más cariño y atención. Esta injusticia hería profundamente a la joven, pero guardaba su resentimiento dentro, esforzándose constantemente por complacer a su madre y ganarse aunque fuera un poco de su amor.
“Ni se te ocurra pensar en vivir conmigo. El piso será para tus hermanas. Tú siempre me has mirado como una loba desde pequeña. Así que arréglatelas como puedas”, fueron las palabras con las que su madre la echó de casa al cumplir los dieciocho.
Ana intentó razonar, explicar que no era justo. Lucía solo le llevaba tres años, y Marta cinco. Ambas habían terminado la universidad costeada por su madre; a nadie le había importado que se independizaran. Pero ella siempre fue la diferente. A pesar de sus esfuerzos por ser “buena”, en casa solo recibía afecto superficial —si es que eso podía llamarse afecto—. Solo su abuelo la trataba con dulzura. Él había acogido a su hija cuando quedó embarazada y su marido las abandonó sin dejar rastro.
“¿Quizá mi madre se preocupa por mi hermana? Dicen que me parezco mucho a ella”, pensaba Ana, buscando una explicación para ese distanciamiento. Intentó hablar con su madre en varias ocasiones, pero siempre terminaba en gritos o en un drama.
Su abuelo fue su único apoyo. Sus mejores recuerdos de infancia estaban ligados al pueblo donde pasaban los veranos. A Ana le encantaba trabajar en el huerto, ordeñar vacas, hacer pasteles —cualquier cosa para retrasar el regreso a casa, donde cada día la recibían con desprecio y reproches—.
“Abuelo, ¿por qué nadie me quiere? ¿Qué hago mal?”, preguntaba conteniendo las lágrimas.
“Yo te quiero mucho”, respondía él con ternura, pero nunca decía una palabra sobre su madre o sus hermanas.
La pequeña Ana quería creer que tenía razón, que la querían, solo que de otra manera… Pero cuando cumplió diez años, su abuelo murió, y desde entonces su familia la trató aún peor. Sus hermanas se burlaban de ella, y su madre siempre las defendía.
A partir de ese día, nunca tuvo nada nuevo —solo ropa usada de Lucía y Marta—. Se reían de ella:
“¡Qué blusa más elegante! ¡Para limpiar el suelo o para Ana, lo que haga falta!”.
Y si su madre compraba dulces, sus hermanas se los comían todos, dejándole solo los envoltorios:
“Toma, tonta, coleccionalos”.
Su madre lo escuchaba todo, pero nunca las regañaba. Así creció Ana, como una “lobita” —innecesaria, mendigando amor de quienes la veían como un objeto de burla y desprecio—. Cuanto más se esforzaba por ser buena, más la odiaban.
Por eso, cuando su madre la echó en su cumpleaños, Ana encontró trabajo como auxiliar de enfermería en un hospital. La resistencia y el trabajo duro se convirtieron en su rutina, pero al menos allí le pagaban —aunque fuera poco—. Y nadie la odiaba. Si no te encuentran maldad donde das bondad, ya es un avance. Eso pensaba.
Su jefe incluso le ofreció la oportunidad de estudiar con una beca para ser cirujana. En aquel pueblo, hacían falta especialistas, y Ana ya había demostrado talento en su trabajo.
La vida era dura. A los veintisiete años, no tenía familia cercana. El trabajo se convirtió en su vida entera —literalmente—. Vivía por sus pacientes, por quienes salvaba. Pero la soledad nunca la abandonaba: seguía viviendo en una residencia, igual que antes.
Visitar a su madre y hermanas siempre era una decepción. Ana iba lo menos posible. Salían a fumar y cotillear, y ella se quedaba en el porche, llorando.
Un día, en uno de esos momentos, un compañero —el auxiliar Javier— se acercó:
“¿Por qué lloras, bonita?”.
“¿Qué bonita…? No te burles”, respondió ella en voz baja.
Se veía a sí misma como una ratita gris, sin darse cuenta de que, a casi treinta, se había convertido en una mujer menuda y encantadora, con ojos azules y rasgos delicados. La torpeza de la juventud había desaparecido, su postura era recta, y su pelo rubio, siempre recogido en un moño, parecía querer escapar.
“¡Eres muy guapa! Valórate y no bajes la cabeza. Además, tienes futuro como cirujana, y tu vida va por buen camino”, la animó.
Javier llevaba trabajando con ella casi dos años, a veces regalándole chocolates, pero esa fue la primera vez que hablaron de verdad. Ana lloró y le contó todo.
“¿Por qué no llamas a Don Antonio? Ese al que salvaste hace poco. Se porta bien contigo. Dicen que tiene buenos contactos”, sugirió Javier.
“Gracias, Javi. Lo intentaré”, respondió.
“Y si no funciona, nos casamos. Tengo un piso, no te trataré mal”, bromeó, aunque con media verdad.
Ana se sonrojó y de pronto entendió que hablaba en serio. Él no veía a una huérfana desdichada, sino a una mujer que merecía amor.
“Vale. Lo tendré en cuenta”, sonrió, sintiendo por primera vez en años que no era una “bestia de carga” ni un estorbo, sino una mujer joven y hermosa, con la vida por delante.
Esa misma tarde, Ana llamó a Don Antonio:
“Soy Ana, la cirujana. Me dio su número y dijo que podía llamarle si tenía problemas…”, empezó, titubeando.
“¡Ana! ¡Qué alegría que hayas llamado! ¿Qué tal? Aunque, mejor, ven a casa. Tomaremos algo y hablamos. A los viejos nos gusta charlar”, respondió él con calidez.
Al día siguiente, Ana fue a verlo. Le contó su situación y le preguntó si conocía a alguien que necesitara una cuidadora interna.
“Ya sabe, Don Antonio, estoy acostumbrada al trabajo duro, pero ahora siento que no puedo más…”.
“No te preocupes, Anilla. Puedo conseguirte un puesto de cirujana en una clínica privada. Y vivirás conmigo. Si no fuera por ti, yo no estaría aquí”, dijo.
“¡Por supuesto que acepto! ¿Pero sus familiares no dirán nada?”.
“Mis familiares solo vienen cuando no estoy. Solo les importa el piso”, respondió con tristeza.
Así empezaron a vivir juntos. Pasaron dos años, y entre ella y Javier surgió un romance, que florecía entre tazas de café. Pero a Don Antonio no le caía bien Javier, y no perdía ocasión para advertirle:
“Perdona, hija, pero Javier es buen chico, solo que algo débil y voluble. No puedes depender de alguien así. No te encariñes demasiado”.
“Ay, Don Antonio… Ya es tarde. Hemos decidido casarnos. De hecho, me lo pidió en broma hace dos años… Y ahora estoy embarazada”, anunció Ana, radiante de felicidad. Pero añadió: “¡Pero usted sigue siendo muy importante para mí! Vendré a verle todos los días. Es como mi familia”.
“Bueno, Anilla… No estoy bien. Mañana iremos al notario y firmaré la casa del pueblo a tu nombre. Siempre te ha gustado la vida rural. Puede ser tu refugio… o venderla si lo prefieres”.
Vaciló, como si no quisiera terminar la frase, y frunció el ceño.
Ana intentó negarse: era demasiado, él aún viviría muchos años, mejor dejársela a sus hijos. Aunque en los últimos dos años solo lo habían visitado una vez. Pero Don Antonio fue firme.
Ana quedó estupefacta al descubrir que la casa estaba en el mismo pueblo donde había vivido su querido abuelo. Su antigua casa ya no existía, el solar se había vendidoPero ahora, con su bebé en brazos y el calor de aquel hogar que jamás soñó tener, Ana comprendió que la felicidad no se mendiga, sino que se construye con amor propio y la certeza de que, al fin, había encontrado su lugar en el mundo.