Estaba en urgencias de un hospital de Madrid, mirando el reloj, contestando correos y quejándome en silencio de lo que tardaba la enfermera en curarme un pequeño corte en el brazo.
Entonces lo oí.
Una vocecita temblorosa, pero lo suficientemente clara para cortar todo el ruido.
«Por favor, salven a mi mamá. Les pagaré cuando sea mayor».
Las conversaciones a mi alrededor se apagaron. Una niña pequeña agarraba con ambas manos la bata blanca del médico, como si él fuera lo único que evitaba que su mundo se desmoronara.
No tendría más de cuatro años. Pelo castaño recogido en una coleta desaliñada. Ojos verdes tan enrojecidos por el llanto que dolía mirarla. Una mano aferrada al médico, la otra apretando contra su pecho un oso de peluche marrón y gastado.
«Cariño, estamos haciendo todo lo posible —dijo el médico con suavidad—. Tienes que ser valiente por tu mamá, ¿vale?».
Ella asintió, pero sus dedos no soltaron la bata. Una enfermera la guió hacia una silla de plástico junto a la pared. El médico se apresuró hacia las puertas batientes que llevaban a quirófano.
Me dije que aquello no iba conmigo.
Consulté el móvil otra vez. Dirijo una empresa. Tenía reunión de consejo en el centro. Mi asistente ya la había retrasado una vez. Llevaba un traje a medida y una pequeña tirita en el brazo, no era el tipo de hombre que pasa las mañanas en salas de espera.
Pero entonces la volví a oír.
«Señor Oso, mamá estará bien, ¿verdad? Solo está dormida. Siempre se despierta…».
Algo en mi pecho se encogió.
Antes de darme cuenta, había guardado el teléfono y me acerqué.
«Oye —dije en voz baja—. Tu oso tiene un nombre genial».
Ella me miró como si temiera que se lo quitara.
«Al Señor Oso no le gustan los desconocidos —contestó, muy seria—».
«Justo —dije, sentándome un par de asientos más allá para no asustarla—. Soy Javier. ¿Cómo te llamas tú?».
Vaciló, como sopesando si yo era un peligro.
«Lucía —susurró al final—. Lucía García».
No había escuchado ese apellido en cinco años.
García.
Mi corazón dio un vuelco. Madrid es grande. Las coincidencias pasan. Eso me repetí.
«Es un nombre precioso —logré decir—. ¿Dónde está tu papá, Lucía?».
La pregunta se me escapó antes de poder pararla.
Ella no se inmutó.
«No tengo papá —contestó tranquila, como si dijera que no tenía bicicleta—. Solo estamos mamá y yo».
Antes de que pudiera responder, el pasillo cobró vida. Enfermeras pasaron corriendo, empujando una camilla hacia quirófano. Las puertas se abrieron medio segundo.
Y la vi.
Pelo rojo, más corto que en mi recuerdo, pero inconfundible. Un perfil pálido que solía recorrer con la mano. La mujer en la camilla estaba magullada, inmóvil, rodeada de cables y mascarillas.
Rebeca.
Un frío glacial me invadió el pecho.
Las puertas se cerraron, y por un instante solo oí el latido de mi corazón estallando en mis oídos.
«¿Conoces a mi mamá? —la voz de Lucía me devolvió a la realidad—».
Me giré hacia ella. Esta vez, la miré de verdad.
Los mismos ojos verde intenso que veo cada mañana en el espejo. Las mismas cejas. La misma barbilla obstinada que se niega a ceder.
«¿Cuántos años tienes? —pregunté, aunque sabía que no estaba preparado para la respuesta—».
«Cuatro —contestó orgullosa—. Tuve una tarta con virutas. Mamá la hizo ella sola».
Cuatro.
Exactamente los años que habían pasado desde que Rebeca García desapareció de mi vida sin una palabra.
«El coche dio vueltas —siguió Lucía, las palabras brotando entre sollozos—. Llovía mucho. Mamá estaba triste. Condujo rápido. Luego un ruido fuerte, un árbol y… no se despertaba».
Se tocó la tirita en su propio brazo.
«El hombre de la ambulancia dijo que fui muy valiente —añadió—. Pero no tengo dinero para pagarles. Rompí mi hucha la semana pasada para comprar helado».
Sentí como si algo dentro de mí se rompiera en dos.
Respiré hondo.
«Lucía —dije bajito—, tu mamá es fuerte. Los médicos de aquí son muy buenos. La van a ayudar. No tienes que preocuparte por el dinero. Eso no es cosa tuya».
«Pero mamá dice que todo cuesta dinero —susurró—. A veces llora cuando cree que estoy dormida. Cuando me pongo mala, se preocupa por las pastillas».
Cada palabra era un puñetazo.
La Rebeca que yo conocía tenía sueños más grandes que cualquier universidad. De algún modo, esa chica se había convertido en una mujer que pasaba las noches en un pequeño piso de Vallecas, intentando no llorar donde su hija pudiera oírla.
Una enfermera se acercó.
«¿Es usted familia de la niña? —preguntó, observándome con atención—».
Abrí la boca y no salió nada.
¿Qué era yo? ¿Un exnovio de otra vida? ¿Un desconocido en traje caro que coincidió en el hospital correcto en el momento justo? ¿Un hombre que quizá tuviera una hija de la que nunca le habían hablado?
Lucía respondió por mí.
«Él conoce a mi mamá —dijo—. Antes eran amigos».
La enfermera asintió lentamente.
«Su madre está en quirófano —explicó—. Es grave. Vendrán los servicios sociales a estar con la niña mientras esperamos noticias. Si no es familia, deberá retirarse cuando lleguen».
Familia.
Miré a Lucía, abrazando aquel oso como un escudo, balanceando las piernas nerviosa al borde de la silla.
Tenía el pelo de Rebeca.
Tenía mis ojos.
Y, tras esas puertas de UCI, la mujer a la que había buscado durante años luchaba por su vida.
«Señor —repitió la enfermera—, ¿es usted familia?».
Sentí mi antigua vida —mis horarios, mis reuniones, mi distancia cuidadosa— pendiendo de un hilo sobre la respuesta que estaba a punto de soltar.





