Mi marido envió a su madre a la costa. Pero no esperaba que yo también me fuera. Y que fuera para siempre.
**El mar y la elección**
—Martita, se cancela tus vacaciones —anunció Luis durante la cena, con una sonrisa de satisfacción que le iluminaba la cara—. Le he comprado un viaje a mi madre. Toda la vida soñó con ver el Mediterráneo, ¿entiendes? Pues que vaya ella en tu lugar, que se distraiga un poco. Se lo merece.
Marta levantó la mirada del plato despacio. Lo observó con calma, sin prisa, como si estuviera analizando cada palabra. No dijo nada. Solo esbozó una sonrisa… no burlona, no amarga, sino serena, casi misteriosa.
Y esa sonrisa, precisamente, fue lo que inquietó a Luis. Esperaba gritos, reproches, incluso un plato volando hacia su cabeza. Pero no… silencio. Y esa sonrisa.
—Entonces… ¿no te molesta? —preguntó él, con menos seguridad—. ¿En serio?
—Claro que no, cariño —respondió ella con dulzura, siguiendo con su cena como si nada—. Si tu madre soñaba con el mar, que cumpla su sueño. ¿Qué otra cosa podríamos hacer?
Luis se quedó desconcertado. ¿De dónde salía ese tono angelical? ¿De verdad lo había aceptado así, sin más? *”Vaya, qué suerte tengo —pensó—. Mi Martita es un cielo.”*
Tres días después, Rosa María se marchó. Semana en Mallorca, bañador nuevo, maleta hasta los topes y una sonrisa de oreja a oreja. No paraba de hablar:
—Mira, Martita, ¡qué bien me queda este sombrero! Se lo pedí prestado a la vecina Carmen, pero no se lo devolveré, que se fastidie. Luisito, hijo mío, ¡gracias! Eres un verdadero hombre. Y tú, Martita, no te preocupes por mí. Aunque… —soltó una risita— igual te remuerde la conciencia, sabiendo que yo estoy en la playa y tú en este pisito asfixiante.
El humor de su suegra era peculiar, pero Marta se limitó a sonreír y asentir.
Esa noche, Luis se relajó en el sofá con una cerveza, viendo el fútbol. Se sentía un héroe: le había hecho feliz a su madre y había evitado una pelea en casa. *”Así es la vida en pareja madura —pensó—, todo bajo control.”*
Pero al día siguiente, todo se torció.
Marta no volvió a casa. Su teléfono no respondía. Luis empezó a preocuparse pasada la medianoche, cuando se dio cuenta de que su cepillo de dientes había desaparecido. Luego miró el armario: la mitad de su ropa faltaba. Los perfumes, las cremas… incluso el bikini nuevo que se había comprado para las vacaciones.
Como si nunca hubiera existido.
Al día siguiente, llegó un mensaje: *”Adiós, Luisín. Si tú no me das el mar, yo, como mujer que soy, me lo busco sola. Así que no te amargues (y no bebas mucho, que sobrio ya eres bastante triste). Marta.”*
Y debajo, una foto: Marta frente a un mar turquesa, con un sombrero de ala ancha, un vestido escotado y una copa en la mano. A su lado, un hombre alto, barbudo, con camisa blanca. Ambos sonreían, felices, enamorados.
Luis miró la pantalla, incrédulo. ¿Qué demonios era esto? ¿Se había escapado con otro? ¿Y qué pasaba con su casa, su matrimonio, su vida?
Tres días. Tres días encerrado, bebiendo. Primero cerveza, luego whisky, luego algo barato de plástico… ya ni recordaba qué. El televisor apagado. Solo el maullido de su gato hambriento, rebuscando migajas en la mesa mientras él dormía la mona.
Marta había desaparecido, como si se la hubiera tragado la tierra.
A la semana, Rosa María volvió: morena, llena de energía, con gafas de sol y un imán con forma de burro.
—¡Hijo, ya estoy aquí! —anunció feliz—. ¡No te imaginas lo increíble que estuvo! El mar, cristalino; la comida, como en un restaurante de lujo. Aunque me pasé con las tapas y estuve un día en el baño… ¡pero qué hotel! Vistas a la piscina, espectaculares. Dime, ¿dónde está Martita?
Luis, sin afeitar, hinchado, en ropa interior y una camiseta manchada, levantó la vista desde su sillón. Delante, una botella vacía y un plato de pasta fría.
—Martita… está en el mar —respondió con voz ronca—. Se fue con otro. Al segundo día de que te marchaste, desapareció. Me mandó un mensaje diciendo que se iba porque yo no le daba el mar. Luego una foto… con un barbudo, brindando.
Rosa María se quedó petrificada. Un minuto en silencio, y después estalló:
—¡¿Pero qué mierda es esto?! ¡¿Y tú qué, un pelele, dejaste que tu mujer se escapara?! ¡¿Eres hombre o qué?! ¿Dónde estabas cuando recogía sus cosas?
—Bebiendo.
—¡Claro! ¿Qué otra cosa ibas a hacer? Mientras tanto, ella empaca y se lanza a una aventura. ¡No tiene ni vergüenza! Y tú aquí, lamentándote como un pollo sin cabeza. ¡Qué asco! ¡Levántate y ve a buscarla!
—¿Para qué, mamá? —respondió él con una mueca—. Ella escribió claramente: *”Adiós”*. No hay vuelta atrás. Y además… ahora lo tiene todo: dinero, pasaporte, y, seguro, felicidad.
—Ay, Luisito, Luisito… qué tonto eres, hijo. Y yo, más tonta todavía. —Rosa María se dejó caer en una silla, mirando al suelo—. Fui yo quien lo arruinó todo. Debí compraros el viaje a vosotros, no a mí.
Pasó un mes. Marta no regresó.
Por las redes sociales, Rosa María descubrió que Marta no estaba en Mallorca, sino en Tenerife. Luego en Roma. Después en París. En cada foto, sonriendo, feliz, posando frente a la Torre Eiffel con un vestido color salmón. El barbudo se llamaba Javier: divorciado, empresario, vivía en Suiza.
En una publicación, Marta escribió: *”Cuando una mujer deja de esperar un milagro de su marido, lo encuentra por su cuenta.”*
Poco después, llegaron los papeles del divorcio. Luis los firmó sin leerlos, como un autómata, y los envió de vuelta.
En la cocina, Rosa María, más canosa que nunca, susurraba:
—Yo solo quería que mi hijo fuera feliz… y al final se quedó solo. Tanto quise ver el mar, y ahora solo queda soledad y vergüenza…
Pasaron dos semanas. Un día, llamaron a la puerta.
Luis abrió, reticente. Allí estaba Marta: hermosa, elegante, con un ligero bronceado y un aire de mujer segura. Él no daba crédito.
—Hola, Luisín —dijo, entrando como si nada hubiera pasado—. Vine a recoger algunas cosas: fotos, documentos. ¿Te importa?
Él asintió en silencio. Después de un momento, preguntó:
—¿Eres… feliz con ese Javier?
—Mucho. Pero lo más importante es que él me respeta. Tú nunca lo hiciste.
—¿Por lo del viaje de mamá?
—No, Luis. Porque siempre elegiste a tu madre. Con el coche, con las vacaciones, incluso cuando quería cenar a solas, tú la invitabas.
Él quiso protestar, pero no pudo. Era la pura verdad.
—¿Sabes por qué no me enfadé aquella vez? —pregunt—Porque entendí que, si no eras capaz de elegir entre tu madre y yo, mejor iba a elegir yo por ti, sin aspavientos, con la cabeza alta.