Él exige el divorcio en el lecho de su esposa… pero no esperaba ser el abandonado

La habitación del séptimo piso del hospital privado estaba en un silencio sobrecogedor. El monitor cardíaco emitía su ritmo constante bajo la luz fría que iluminaba el rostro pálido de Lucía, una mujer que acababa de despertar de una cirugía de tiroides.

Aún aturdida por la anestesia, entreabrió los ojos y vio a su marido, Javier, de pie junto a la cama, con un puñado de papeles en las manos.

—¿Despierta? Bien. Firma esto.

Su tono era gélido, sin rastro de empatía.

Lucía parpadeó, confundida.

—¿Qué es… qué clase de documentos son?

Javier deslizó los papeles hacia ella, respondiendo sin rodeos:

—Los papeles del divorcio. Ya está todo rellenado. Solo falta tu firma.

Lucía se quedó inmóvil. Sus labios temblaron, pero la garganta le ardía por la operación. Las palabras no salieron. Sus ojos reflejaban una mezcla de incredulidad y dolor.

—¿Esto… es alguna broma de mal gusto?

—Lo digo en serio. Ya te lo dije antes: no puedo seguir con alguien débil y siempre enferma. Estoy harto de ser el único que lucha. Merece seguir lo que siento de verdad.

La voz de Javier era inquietantemente serena, como si hablara de cambiar de compañía de teléfono, no de terminar diez años de matrimonio.

Una sonrisa triste se dibujó en los labios de Lucía, mientras las lágrimas caían en silencio.

—Así que… esperaste a que no pudiera moverme ni hablar… para hacerme firmar.

Javier dudó un instante, pero asintió.

—No me culpes. Esto iba a pasar tarde o temprano. He conocido a alguien. Ya no quiere seguir ocultándose.

Lucía apretó suavemente los dientes. La garganta le ardía, pero el verdadero dolor estaba en el pecho. Aun así, no gritó ni sollozó. Solo preguntó en voz baja:

—¿Dónde está el bolígrafo?

Javier la miró, sorprendido. —¿En serio… vas a firmar?

—Tú mismo lo dijiste. Solo era cuestión de tiempo.

Le entregó el bolígrafo. Lucía lo tomó con dedos temblorosos y escribió su nombre con lentitud.

—Ya está. Te deseo paz.

—Gracias. Te devolveré lo acordado. Adiós.

Javier dio media vuelta y salió. La puerta se cerró con un clic suave. Pero no habían pasado ni tres minutos cuando se abrió de nuevo.

Entró el Dr. Antonio, viejo amigo de la universidad de Lucía y el cirujano que la había operado. Llevaba su historial médico y un ramo de rosas blancas.

—La enfermera me dijo que Javier había venido…

Lucía asintió levemente, con una sonrisa tenue.

—Sí. Vino a pedirme el divorcio.

—¿Estás bien?

—Mejor que bien.

Antonio se sentó a su lado, dejó las flores y sacó un sobre.

—Estos son los papeles de divorcio que tu abogada me pidió que guardara. Me dijiste: si Javier los traía primero, firmarías este juego y lo enviarías.

Sin vacilar, Lucía abrió el sobre y firmó. Luego miró a Antonio, con una expresión llena de una fuerza serena.

—A partir de ahora, viviré para mí. No me doblaré más para ser la “esposa perfecta”. No fingiré fortaleza cuando me sienta vacía.

—Estoy aquí. No para ocupar el lugar de nadie, sino para apoyarte si me lo permites.

Lucía asintió. Una sola lágrima resbaló por su mejilla, pero no era de tristeza. Era de paz.

Una semana después, Javier recibió un correo urgente. Dentro estaba el documento de divorcio firmado. Junto a él, una nota escrita a mano:

*”Gracias por irte, así dejé de aferrarme a quien ya me había soltado.*

*La que quedó atrás no soy yo.*

*Eres tú… para siempre, echando de menos a la mujer que una vez te dio todo su amor.”*

En ese momento, Javier entendió por fin: quien creyó que terminaba el matrimonio, en realidad, era el que se quedó atrás.

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