**Diario de Alejandro**
Detuve el coche al borde del estrecho camino de tierra. Cuántas veces había planeado venir, pero siempre encontraba una excusa. Ni cuando mi madre vivía ni después de su partida estuve presente.
El recuerdo de ello me llenaba de asco hacia mí mismo. Solo necesitaba un pequeño empujón para entender que el mundo que había construido era una ilusión. Ni una palabra, ni un acto habían tenido verdadero significado. Hasta sentí gratitud hacia Lucía, mi exmujer, por haber abierto mis ojos.
Todo se desmoronó de golpe. Su vida familiar ejemplar, sus amistades, todo resultó ser mentira. Descubrió que su esposa y su mejor amigo lo traicionaban, mientras los demás, sabiendo la verdad, guardaban silencio. Fue el hundimiento total. Todos a su alrededor lo habían fallado. Tras el divorcio, Alejandro regresó a su pueblo. Ocho años desde el entierro de su madre, y ni una sola vez había visitado su tumba. Solo entonces comprendió que ella había sido la única que jamás lo habría traicionado.
Se casó tarde, a los 33 años, cuando Lucía tenía 25. ¡Cómo se enorgullecía al mostrarla! Elegante, sofisticada. Pero luego, cuando ella le gritó que había odiado cada segundo de su vida juntos, que intimar con él era un tormento, entendió su ceguera. Su rostro, contraído por el odio, parecía una máscara grotesca. Y casi cae. Lucía lloró, suplicó perdón, dijo que él siempre estaba ausente.
Pero cuando él insistió en el divorcio, mostró su verdadero rostro. Alejandro salió del coche, tomó un ramo enorme de flores. Avanzó lentamente por el camino del cementerio. Tras tantos años, todo estaría cubierto de maleza. Ni siquiera vino cuando colocaron la lápida. Todo se hizo a distancia. Así podía pasar una vida entera.
Para su sorpresa, la verja y la tumba estaban impecables, sin una sola hierba. Alguien se había encargado. ¿Quién? Quizás una amiga de su madre. Si su hijo no había tenido tiempo… Abrió la puerta. «Hola, mamá», susurró. La garganta se le cerró, los ojos le ardían. Las lágrimas rodaron.
Él, un empresario exitoso, un hombre frío que nunca lloraba, ahora sollozaba como un niño. Y no quería detenerlo. Era como si el dolor se purgara, como si su madre le acariciara la cabeza y murmurara: «Tranquilo, mi vida. Todo irá bien». Se quedó largo rato en silencio, hablando con ella en su mente. Recordaba cuando se raspaba las rodillas de pequeño. Ella le ponía mercromina, soplaba y decía: «No es nada, todos los niños se caen. Sanará sin dejar marca». Y así era. Con el tiempo, el dolor dolía menos.
«Uno se acostumbra a todo, menos a la traición», solía decir. Ahora entendía el peso de sus palabras. Entonces le parecían simples, pero su madre había sido una mujer sabia. Lo crió sola, sin mimarlo, pero sin endurecerlo.
No supo cuánto tiempo pasó, ni quiso mirar el reloj. Sintió paz. Decidió quedarse unos días. Debía decidir qué hacer con la casa. Podía pagarle a la vecina para que la cuidara, pero ¿cuánto más seguiría vacía? Sonrió al recordar cómo conoció a su hija. Cuando arregló el cuidado de la casa, conoció a Marta. Estaba destrozado, y ella fue amable. Hablaron una noche, y todo fluyó. A la mañana siguiente, él se fue, dejando una nota sobre dónde dejar la llave.
Quizás a los ojos de Marta había sido cruel. Pero no prometió nada. Fue mutuo. Ella había venido tras divorciarse de un marido tirano. Se apoyaron en su dolor.
—Señor, ¿me ayuda? —Una voz infantil lo sacó de sus pensamientos. Una niña de unos siete años, con un cubo vacío, lo miraba.
—Necesito agua para regar las flores. Mamá y yo las plantamos, pero hoy está enferma. Hace tanto calor… Si las riego poco a poco, tardaré mucho y mamá sabrá que vine sola.
Alejandro sonrió:
—Claro, dime dónde.
La niña habló sin parar. En cinco minutos, supo todo: que insistía a su madre en no beber agua fría, que ahora estaba enferma. Laura visitaba la tumba de su abuela, que murió hacía un año. «La abuela hubiera regañado a mamá», dijo. Además, llevaba un año en el colegio y soñaba con sacar matrícula.
Alejandro se sintió más ligero. ¡Qué puros son los niños! Ahora entendía que hubiera sido feliz con una esposa amorosa y un hijo. Lucía era como una muñeca de porcelana; ni hablar de niños. «Hay que ser tonta para arruinarse el cuerpo por un mocoso», decía. Cinco años de matrimonio, y ni un recuerdo cálido.
Dejó el cubo en la tumba y Laura regó las flores. Alejandro miró la lápida y se paralizó. La foto era de la vecina que cuidaba la casa. La madre de Marta. Miró a la niña.
—¿Elena Martínez era tu abuela?
—Sí. ¿La conocía?
—Claro, si estáis en su tumba… Mamá y yo siempre limpiamos y traemos flores.
—¿Tú y tu mamá? —preguntó Alejandro, desconcertado.
—Sí, mamá no me deja venir sola.
Laura tomó el cubo.
—Me voy, que se preocupará.
—Espera, te llevo.
Ella negó:
—No puedo ir en coche con desconocidos.
Y se marchó. Alejandro volvió a la tumba de su madre. Algo no cuadraba. Marta no vivía aquí, solo vino de visita, pero ahora parecía que vivía con su hija.
No sabía que Marta tenía una hija. ¿Cuántos años tendría Laura? Tal vez se casó después.
Al rato, se levantó. Seguro que ahora Marta cuidaba la casa y él le pagaba a ella. ¿Qué más daba?
Llegó a la casa. El corazón le dio un vuelo. Todo seguía igual, como si su madre saliera en cualquier momento, secándose las lágrimas con el delantal para abrazarlo. Se quedó en el coche, esperando. Pero nadie salió.
El jardín estaba impecable, con flores nuevas. «Buen trabajo, Marta», pensó. Dentro, todo relucía. Como si alguien viviera allí y hubiera salido un momento.
Se sentó a la mesa, pero se levantó enseguida. Debía hablar con la vecina.
Laura abrió la puerta.
—¡Oh, es usted! —Susurró, llevándose un dedo a los labios—. Nada a mamá, ¿vale?
Alejandro hizo como que cerraba una cremallera en su boca, y ella rio.
—Pase —dijo una voz desde dentro—. Estoy mejor, pero no se acerque, no sea que se contagie.
Marta lo miró, sorprendida:
—¿Tú?
—Hola —sonrió él—. ¿Dónde está tu marido?
Aunque sabía la respuesta.
—Alejandro, yo… Perdón por no avisarte de lo de tu madre. Pero cuidé la casa.
—Gracias. Volver y verla así… Es como si mamá siguiera aquí. ¿Te quedas mucho?
—No, solo unos días.
—¿Venderás la casa?
Él encogió los hombros:
—No lo he pensado. Marta, toma —sacó un sobre—. Es por cuidar todo tan bien.
Ella se negó, pero Laura sonrió:
—Gracias, tío Alejandro. Mamá quiere un vestido nuevo, y yo una bici.
Él rio. Igual que él de pequeño.
Por la noche, enfermó. Fiebre alta. No sabía qué tomar, así que mandó un mensaje a MartaAlejandro sintió que, por primera vez en años, había vuelto a casa de verdad—no al lugar, sino al amor de su familia, y supo que jamás lo abandonarían de nuevo.