**Él la obligó a firmar el divorcio en el hospital, pero no esperaba el destino que le aguardaba…**3 min de lectura

La habitación del séptimo piso de un hospital privado estaba extrañamente silenciosa. El monitor cardíaco emitía un pitido constante, y la luz blanca iluminaba el rostro pálido de Lucía, una mujer que acababa de ser operada por un tumor en la tiroides.

Antes de despertar por completo de la anestesia, vio a su marido, Álvaro, de pie al final de la cama, con un montón de papeles en la mano.

—¿Estás despierta? Bien, firma aquí.

Su voz era fría, sin un ápice de compasión.

Lucía, confundida, musitó:
—¿Qué es esto… qué papeles son?

Álvaro le acercó los documentos con brusquedad.
—Los papeles del divorcio. Ya están redactados. Solo necesito tu firma y todo habrá terminado.

Lucía quedó paralizada. Sus labios temblaron, su garganta aún le ardía por la operación, y las palabras se le atascaban. Sus ojos reflejaban dolor y desconcierto.

—¿Esto es una broma?

—No. Ya te dije que no quiero pasar mi vida con una mujer débil y enferma. Estoy harto de cargar solo con este peso. Deja que viva según mis verdaderos sentimientos.

Hablaba con tranquilidad, como si decidiera cambiar de coche, no de abandonar a la mujer con la que había compartido casi diez años.

Lucía esbozó una sonrisa amarga, y las lágrimas resbalaron por sus mejillas.

—Así que… esperaste el momento en que no podía defenderme… para obligarme a firmar.

Álvaro guardó silencio unos segundos y luego asintió.
—No me culpes. Esto tenía que pasar. Hay otra persona. Ella no quiere seguir en la sombra.

Lucía apretó los labios. El dolor en su garganta no era nada comparado con el desgarro en su corazón. Pero no gritó ni lloró, solo preguntó en voz baja:

—¿Dónde está el bolígrafo?

Álvaro parpadeó, sorprendido.
—¿De verdad vas a firmar?

—¿No dijiste que esto era inevitable?

Le tendió el bolígrafo. Lucía lo cogió con manos temblorosas y firmó, lenta pero firmemente.

—Listo. Que seas feliz.

—Gracias. Cumpliré con lo acordado. Adiós.

Álvaro se dio la vuelta y salió. La puerta se cerró con un suave clic, casi irreal. Pero no habían pasado ni cinco minutos cuando volvió a abrirse.

Esta vez, era el doctor Mateo, el mejor amigo de Lucía desde la universidad, quien había realizado su operación. Llevaba en las manos el historial médico y un ramo de claveles blancos.

—La enfermera me dijo que Álvaro había venido…

Lucía asintió, con una sonrisa débil.
—Sí. A divorciarnos.

—¿Estás bien?

—Mejor que nunca.

Mateo se sentó a su lado, dejó las flores en la mesilla y luego le tendió un sobre en silencio.

—Es una copia de los papeles de divorcio que tu abogada me envió. Me dijiste que, si Álvaro los presentaba primero, te los diera para firmar.

Lucía lo abrió y firmó sin vacilar. Alzó la mirada hacia Mateo, con los ojos más vivos que nunca.

—A partir de ahora, no viviré para nadie más. No tendré que esforzarme por ser la esposa “perfecta” ni fingir que estoy bien cuando estoy agotada.

—Estoy aquí. No para ocupar el lugar de nadie, sino para acompañarte si me necesitas.

Lucía asintió. Una lágrima cayó, pero no de dolor, sino de alivio.

Una semana después, Álvaro recibió un paquete por mensajería. Era el decreto de divorcio, ya firmado. Dentro, había una nota escrita a mano:

*”Gracias por irte. Así ya no tendré que aferrarme a alguien que nunca estuvo realmente aquí.
La que se quedó atrás no soy yo.
Eres tú: perdiendo para siempre a alguien que te amó con todo lo que tenía.”*

En ese instante, Álvaro entendió: quien creyó tener el control, en realidad, había sido abandonado sin remedio.

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