Todo estaba a mi nombre. No nos quedaba nada.
David soltó esas palabras con la misma indiferencia con la que antes arrojaba las llaves del coche sobre la mesita del recibidor. Ni siquiera me miró mientras se quitaba la corbata cara, un regalo mío para nuestro último aniversario.
Me quedé inmóvil, con un plato en las manos. No por dolor, ni por sorpresa, sino por esa extraña sensación física, como si una cuerda fina se tensara dentro de mi pecho, lista para vibrar en cualquier momento.
Diez años. Diez largos años esperando este momento. Diez años tejiendo mi red con paciencia de araña en el corazón de su negocio, entretejiendo hilos de venganza entre las líneas secas de los informes financieros.
—¿Qué quieres decir con «todo», David? —Mi voz sonó tranquila, demasiado tranquila, como la superficie de un lago helado. Dejé el plato sobre la mesa con cuidado. La porcelana rozó la madera sin hacer ruido.
Por fin se giró. En sus ojos había un triunfo mal disimulado e irritación. Esperaba lágrimas. Gritos. Humillación. No pensaba darle ese gusto.
—La casa, el negocio, las cuentas. Todos los activos, Ana —dijo con satisfacción—. Empiezo de cero. Una vida nueva.
—¿Con Carla?
Su rostro se congeló un instante. No esperaba que lo supiera. Los hombres son tan ingenuos. Creen que una mujer capaz de memorizar cada céntimo de sus millones no notará los «gastos de representación» mensuales que equivalían al sueldo de un director.
—No es asunto tuyo —respondió bruscamente—. Te dejaré el coche. Y el piso un par de meses, hasta que encuentres algo. No soy un monstruo.
Sonrió. La sonrisa de un depredador satisfecho, seguro de que su presa ya estaba atrapada y solo faltaba rematarla.
Avancé despacio hacia la mesa, aparté la silla y me senté. Apoyé las manos sobre la superficie sin apartar la mirada.
—O sea, todo lo que construimos en quince años, ¿se lo regalaste a otra? ¿Así, sin más?
—¡Es negocio, Ana, no lo entiendes! —Su voz tembló, el rostro se cubrió de manchas rojas—. ¡Es una inversión! ¡En mi futuro! ¡En mi libertad!
En el suyo. No en el nuestro. Me había borrado de su vida con facilidad.
—Lo entiendo —asentí—. Al fin y al cabo, soy contable, ¿no? Entiendo mucho de inversiones. Sobre todo, las de alto riesgo.
Lo miré sin sentir dolor ni ira. Solo frío, cálculo preciso.
No sabía que llevaba diez años preparando mi respuesta. Desde aquel día en que vi por primera vez en su móvil: *«Te espero, gatita»*. No grité entonces. Solo creé un nuevo archivo en el ordenador y lo llamé *«Fondo de reserva»*.
—¿Firmaste la donación de tu parte en el capital social? —pregunté, como si hablara del tiempo.
—¿Qué te importa? —estalló—. ¡Se acabó! ¡Empieza a hacer las maletas!
—Simple curiosidad —sonreí levemente—. ¿Recuerdas la cláusula que añadimos al estatuto en 2012? Cuando ampliamos la empresa.
¿La que prohibía transferir participaciones sin consentimiento notarial de todos los socios?
David se quedó quieto. Su sonrisa se desvaneció, como una máscara que se despega. No lo recordaba. Claro que no. Nunca leía los documentos que le pasaba. *«Ana, ¿está todo limpio? Firmo, confío en ti»*.
Ponía su firma, seguro de mi lealtad. Y tenía razón: era leal. Leal al plan. Hasta la última coma.
—¡Tonterías! —se rio nervioso, pero la risa le salió ronca—. ¿Qué cláusula? No existía tal cosa.
—Existía. S.L. *«Horizonte»*. Socios al cincuenta por ciento. Artículo 7.4, apartado B. Cualquier transmisión de participación —venta, donación— es nula sin mi consentimiento por escrito y notarial.
Hablé despacio, con calma, como si le explicara a un niño. Cada palabra se clavaba en su mente como un clavo.
—¡Mientes! —Agarró el teléfono—. ¡Llamaré a Víctor!
—Llama —encogí los hombros—. A don Víctor Martín. Él mismo notarió ese estatuto. Lo guarda todo. Es un meticuloso.
David se paralizó. Comprendió que no bromeaba. Víctor llevaba con nosotros desde el principio. No era *su* hombre. Era *el hombre de la ley*.
Marcó el número. Oí fragmentos: *«Víctor, Ana dice que… estatuto del 2012… cláusula de transmisión…»*.
Se apartó hacia la ventana, dándome la espalda. Los hombros tensos. Vi cómo apretaba el teléfono, como si intentara romperlo. La llamada duró poco.
Al girarse, el pánico le desfiguraba el rostro.
—Esto… ¡es imposible! ¡Denunciaré! ¡Tú no tenías participación! ¡Todo estaba a mi nombre!
—Denuncia —asentí—. Pero recuerda: tu donación no vale nada. Pero intentar desviar activos como director general es delito. Estafa en grado máximo.
Se desplomó en la silla. El depredador había dejado de jugar. Ahora era una bestia acorralada.
—¿Qué quieres? —bufó—. ¿Dinero? ¿Cuánto? ¡Te daré compensación!
—No quiero tu dinero, David. Quiero lo que me pertenece por ley. Mi cincuenta por ciento. Y lo tendré. Tú… volverás a lo que trajiste hace quince años. A una maleta y a las deudas.
—¡Yo monté esta empresa!
—Tú eras la cara —corregí—. Pero quien la construyó fui yo. Cada contrato, cada factura, cada pago de impuestos. Mientras tú *«trabajabas»* con Carla en el hotel.
Se levantó de un salto, tirando la silla.
—¡Pagarás por esto, Ana! ¡Te destruiré!
—Antes de destruirme a mí —dije en voz baja— llama a Carla. Pregúntale si ha recibido la notificación del préstamo impagado.
David se quedó helado.
—¿Qué préstamo? ¡Le compré la casa en efectivo!
—No —negué con la cabeza, sonriendo mi sonrisa más profesional—. No la compraste. Me convenciste de que a la empresa le convenía invertir en propiedad. *«Horizonte»* compró la casa. Luego se la *«vendió»* a tu amante. Ella firmó un préstamo con nuestra misma compañía, por el valor total. Con la casa como garantía.
Yo misma preparé los papeles, David. Fue tu idea, ¿recuerdas? Solo la hice realidad.
—Y ayer, como única socia legal, activé la ejecución de la deuda.
Tu Carla tiene treinta días para pagar. Si no lo hace, la casa vuelve a la empresa. Es decir, a mí.
Su rostro se deformó, como si una máscara de cera se derritiera entre rabia y terror. Me miraba como a un fantasma: no a la Ana sumisa que aguantó en silencio, sino a alguien frío, peligroso.
Agarró el teléfono sin apartar los ojos de mí y marcó.
—¿Carla? Soy yo. Escucha… ¿Qué? ¿Qué notificación? ¿De qué hablas?
Observé su pánico con curiosidad científica. Su voz pasó de autoritaria a temblorosa, luego a un balbuceo patético. Alguien gritaba al otro lado. Intentó justificarse— *«Lo arreglaré», «Es un error»*— pero ya no le escuchaban.
Lanzó el teléfono al sofá con tEl teléfono rebotó contra el suelo con un golpe sordo, y en ese instante supe que, después de años de silencio y cálculo, por fin había cerrado el último capítulo de nuestra historia con un punto final.