**10 de enero, 2024**
Lo había dejado todo a nombre de otra. No quedaba nada nuestro.
Alfonso soltó esas palabras con la misma indiferencia con la que solía arrojar las llaves del coche sobre la mesita del recibidor. Ni siquiera me miró mientras se quitaba la corbata de seda, aquella que le regalé en nuestro último aniversario.
Me quedé inmóvil con el plato en las manos. No era dolor. No era sorpresa. Era algo más raro, como si una cuerda tensa se hubiera estirado dentro de mi pecho, lista para vibrar en cualquier momento.
Diez años. Diez largos años había esperado este momento. Diez años tejiendo mi red en el corazón de su empresa, entre facturas y balances, hilando pacientemente los hilos de mi venganza.
—¿A qué te refieres con *todo*, Alfonso? —Mi voz sonó serena, tan fría como el hielo. Dejé el plato sobre la mesa. La porcelana hizo un leve *clic* contra la madera.
Finalmente se giró. En sus ojos, una mezcla de irritación y triunfo mal disimulado. Esperaba lágrimas. Gritos. Humillación. No pensaba darle ese gusto.
—La casa, la empresa, las cuentas. Todos los activos, Ana —dijo con deleite—. Empiezo de cero. Una vida nueva.
—¿Con Lucía?
Su rostro se crispó por un instante. No esperaba que lo supiera. Los hombres son tan ingenuos. Creen que una mujer que lleva la contabilidad de sus millones no notará los “gastos de representación” mensuales equivalentes al sueldo de un director.
—No es asunto tuyo —espetó—. Te dejaré el coche. Y el piso unos meses, hasta que encuentres algo. No soy un monstruo.
Sonrió. La sonrisa de un depredador satisfecho, seguro de que su presa ya estaba atrapada.
Avancé despacio hacia la mesa, me senté y apoyé las manos sobre el tablero sin apartar la mirada.
—¿Así que todo lo que construimos en quince años se lo regalas a otra? ¿Así, sin más?
—¡Es *negocio*, Ana, no lo entenderías! —Su voz tembló, el rostro se enrojeció—. ¡Es una inversión! ¡En mi futuro! ¡En mi libertad!
En *su* futuro. No en el nuestro. Me había borrado de su vida con un trazo.
—Entiendo —asentí—. Al fin y al cabo, soy contable, ¿no? Sé de inversiones. Especialmente las de alto riesgo.
Lo observé sin rencor. Solo con la frialdad de un cálculo exacto.
No sabía que llevaba diez años preparando mi respuesta. Desde aquel día en que vi por primera vez en su móvil: *”Te espero, gatita”*. No grité entonces. Solo creé un archivo nuevo en el ordenador y lo llamé *”Fondo de reserva”*.
—¿Firmaste la donación de tu parte en el capital social? —pregunté, como si hablara del tiempo.
—¡Qué más da! —estalló—. ¡Se terminó! ¡Haz las maletas!
—Solo curiosidad —sonreí levemente—. ¿Te acuerdas de la cláusula que añadimos al estatuto en el 2012? Cuando ampliamos la empresa.
La que prohibía transferir participaciones sin consentimiento notarial de todos los socios.
Alfonso se quedó petrificado. Su sonrisa se desvaneció como una máscara. No lo recordaba, claro. Nunca leía los documentos que yo le ponía delante. *”Ana, ¿está todo en orden? Firmo, confío en ti”*.
Firmaba, seguro de mi lealtad. Y tenía razón: yo era leal. Leal a mi propósito. Hasta la última coma.
—¡Tonterías! —rió nervioso, pero la risa sonó ronca—. ¡Eso no existe!
—Existe. *Sociedad Limitada “Horizonte”*. Fundadores: tú y yo. Cincuenta y cincuenta. Artículo 7.4, apartado b. Cualquier cesión de participaciones es nula sin mi consentimiento notarial.
Hablé despacio, como explicándole a un niño. Cada palabra se clavó en su cerebro como un clavo.
—¡Mientes! —sacó el teléfono—. ¡Llamaré a Javier!
—Llama —me encogí de hombros—. Don Javier Martínez. Él mismo notarizó aquel estatuto. Lo guarda todo. Es un meticuloso.
Alfonso se quedó pálido. Javier había estado con nosotros desde el principio. No era *su* hombre. Era un hombre de ley.
Marcó el número. Oí fragmentos: *”Javier, Ana dice… el estatuto del 2012… la cláusula de cesión…”*. Se alejó hacia la ventana, la espalda tensa. La conversación fue breve.
Cuando se volvió, el pánico le nublaba la mirada.
—¡Es imposible! ¡Presentaré denuncia! ¡Tú no tenías participación!
—Denuncia —asentí—. Pero recuerda: tu donación no vale nada. Sin embargo, el desvío de activos por parte de un administrador… eso es delito. Estafa en grado máximo.
Se derrumbó en la silla. El depredador había dejado de jugar.
—¿Qué quieres? —bufó—. ¿Dinero? ¿Cuánto?
—No quiero tu dinero, Alfonso. Solo lo que es mío por ley. Mis cincuenta por ciento. Y los tendré. Tú… te quedarás como hace quince años. Con una maleta y deudas.
—¡Yo creé esta empresa!
—Tú fuiste la cara —corregí—. Yo la construí. Cada contrato, cada factura, cada pago fiscal. Mientras tú “trabajabas” con Lucía en el hotel.
Se levantó de un salto, tirando la silla.
—¡Pagarás por esto, Ana! ¡Te destruiré!
—Antes de destruirme —dije en voz baja— llama a Lucía. Pregúntale si recibió la notificación del cobro anticipado del préstamo.
Se quedó helado.
—¿Qué préstamo? ¡Le compré la casa en efectivo!
—No —neg—No —negó con la cabeza, sonriendo con la frialdad de quien lleva años planificando este momento—, la casa está a nombre de la empresa, y ahora la hipoteca está en tu nombre, no en el suyo.