**18 de abril, 2024**
La densa y pegajosa silencio envolvía el piso, impregnado del aroma a incienso y lirios marchitos. Lucía estaba sentada al borde del sofá, encorvada, como si cargara un peso invisible. El vestido negro se le pegaba al cuerpo, rozándole la piel con una aspereza que le recordaba la causa de aquel silencio mortuorio: hoy había enterrado a su abuela, Eulalia Fernández, la última persona que le quedaba en este mundo.
Frente a ella, despatarrado en el sillón, estaba su marido, Alejandro. Su sola presencia era una burla, pues mañana mismo presentarían los papeles del divorcio. Ni una palabra de consuelo, solo esa mirada fría, ese gesto de irritación apenas disimulada, como si esperara a que terminara aquel “dramón” de mal gusto.
Lucía clavó los ojos en un punto del desgastado dibujo de la alfombra y sintió cómo las últimas chispas de esperanza se apagaban, dejando un vacío helado.
—Bueno, mis condolencias por tu pérdida —rompió el silencia Alejandro, con una sonrisa cargada de sorna—. Ahora eres toda una heredera. ¿La abue te dejó una fortuna, supongo? Ah, no, lo olvidaba… ¡El gran tesoro! Ese trasto viejo y apestoso, el “Frigorífico Balay”. Enhorabuena, un lujazo.
Sus palabras le atravesaron el corazón más afiladas que una navaja. Recordó las peleas, los gritos, las lágrimas. Su abuela, Eulalia, siempre lo había odiado. “Ese es un vividor, niña —le decía con severidad—. Hueco como un tambor. Cuidado, que te dejará en la calle”. Y él, sonriendo con desdén, la llamaba “vieja bruja”. Cuántas veces Lucía había intentado mediar, cuántas lágrimas derramó creyendo que todo tenía arreglo. Ahora lo entendía: la abuela siempre había visto la verdad.
—Hablando de tu “brillante” futuro —continuó Alejandro, saboreando su propia crueldad—, mañana no hace falta que vayas a la oficina. Ya firmé tu despido. Así que, cariño, hasta ese asqueroso frigorífico te parecerá un lujo cuando estés rebuscando en los contenedores.
Era el final. No solo del matrimonio, sino de la vida que había construido alrededor de él. La última esperanza de humanidad en él se esfumó, reemplazada por un odio frío y puro.
Lucía lo miró con ojos vacíos y, sin decir nada, se levantó. Entró en el dormitorio, cogió la maleta que ya tenía preparada e ignoró sus burlas. Apretó la llave del piso de su abuela, ese lugar que llevaba años evitando, y salió sin volverse.
La calle la recibió con un viento frío. Bajo la luz mortecina de una farola, dejó las pesadas maletas en el suelo y alzó la vista hacia el edificio de nueve plantas donde había pasado su infancia.
No pisaba ese lugar en años. Después del accidente que se llevó a sus padres, su abuela vendió su casa y se mudó allí para criarla. Esas paredes guardaban demasiado dolor, y casada con Alejandro, Lucía siempre quedaba con Eulalia en cafés, en parques, en cualquier sitio menos allí.
Ahora era su único refugio. Recordó con amargura a su abuela, su única familia, su roca. ¿Y ella? Sumida en el trabajo en la empresa de Alejandro y en intentar salvar un matrimonio ya muerto, apenas la visitaba. La culpa le quemó el pecho. Las lágrimas, contenidas todo el día, brotaron sin control.
—¿Señora, necesita ayuda? —una voz infantil, algo ronca, la sobresaltó. Un niño de unos diez años, con una chaqueta demasiado grande y zapatillas gastadas, la miraba con unos ojos claros, curiosos.
Lucía se secó las lágrimas de golpe.
—No, gracias, yo puedo… —mintió, pero la voz le falló.
El niño la observó, serio.
—¿Por qué llora? La gente feliz no anda por la calle con maletas a estas horas.
Había algo en su mirada, un entendimiento más allá de sus años.
—Me llamo Sergio —dijo.
—Lucía —susurró ella—. Vale, Sergio. Ayúdame.
El niño cargó con una de las maletas y juntos entraron en el portal oscuro, con olor a humedad y a comida vieja.
La puerta del piso crujió al abrirse, revelando un silencio polvoriento. Todo estaba cubierto con sábanas blancas, las cortinas cerradas. Solo el resplandor de la calle iluminaba el polvo que danzaba en el aire.
—Uf, esto hay que arreglarlo —dijo Sergio, colocando la maleta—. Un par de días, si trabajamos duro.
Lucía esbozó una sonrisa. Su pragmatismo era un rayo de luz en aquel lugar lúgubre. Él era flaco, pequeño, pero con una mirada adulta. Sabía que, después de ayudarla, volvería a la calle.
—Escucha, Sergio —dijo con firmeza—. Quédate esta noche. Hace frío.
El niño la miró desconfiado, pero finalmente asintió.
Por la noche, después de una cena sencilla (pan, queso, leche comprada en el súper de la esquina), Sergio le contó su historia. Sin llorar, sin pena: padres alcohólicos, un incendio en la chabola, la muerte de ellos, el orfanato del que huyó.
—No quiero ir a un centro —dijo, mirando su taza vacía—. Dicen que de ahí solo sales a la cárcel. Mejor en la calle, al menos soy libre.
—Eso no es verdad —replicó Lucía, sintiendo que su propio dolor palidecía al lado del suyo—. Tú decides tu futuro. No el lugar donde naces.
Él la miró, pensativo. Y en ese momento, entre dos almas solitarias, nació un frágil hilo de confianza.
A la mañana siguiente, Lucía dejó una nota en la cocina: *”Vuelvo pronto. Hay leche y pan. No te vayas”*, y salió.
Hoy era el día del divorcio.
El juicio fue humillante. Alejandro la pintó como una vaga, una aprovechada. Lucía calló, sintiéndose sucia, vacía. Al salir con los papeles en la mano, no hubo alivio, solo cansancio.
Mientras caminaba sin rumbo, recordó las palabras de Alejandro sobre el frigorífico.
El “Balay” estaba allí, en un rincón de la cocina, enorme y anticuado. Lucía lo miró con nuevos ojos. Sergio también se acercó, curioso, dando golpecitos a los lados.
—¡Vaya chisme! —silbó—. Esto es más viejo que mi abuelo. ¿Funciona?
—No —respondió Lucía—. Hace años que no. Es solo un recuerdo.
Al día siguiente, se pusieron a limpiar el piso. Arrancaron el papel pintado, fregaron el suelo, sacudieron los muebles. Y mientras trabajaban, hablaban, reían. Lucía notaba cómo el peso en su pecho se aligeraba.
—De mayor quiero ser maquinista —confesó Sergio, limpiando una ventana—. Llevar trenes lejos, a ciudades que no conozco.
—Buena idea —sonrió ella—. Pero para eso hay que estudiar. Volver al cole.
—Bueno, si toca… —asintió él, serio.
Pero lo que más le intrigaba era el frigorífico. Daba vueltas alrededor, tocando, escuchando.
—Oye, aquí hay algo raro —dijo de pronto—. Esta parte suena hueca.
Al principio, Lucía se rio, pero al palpar la pared del electrodomésticoAl levantar la falsa pared del frigorífico, descubrieron un tesoro escondido: joyas antiguas y fajos de billetes que Eulalia había guardado allí años atrás, dándole así a su nieta la oportunidad de comenzar de nuevo.