Él me lanzó vino en la cena y su madre se rio… pero no esperaban mi venganza4 min de lectura

Cuando Lucía Mendoza se casó con Javier Delgado, creyó que comenzaba una vida llena de amor y complicidad. Durante su noviazgo, él fue encantador —atento, amable, lleno de promesas—. Pero todo cambió al regresar de su luna de miel en Mallorca.

Su suegra, Carmen, dejó claro que Lucía no era digna de su único hijo. Criticaba todo: su forma de cocinar, su ropa, incluso su acento.

—Ni siquiera sabes freír un huevo como Dios manda —le espetó Carmen una mañana, con desdén—. Mi hijo merece algo mejor.

Lucía apretó los labios, callada. Javier, en lugar de defenderla, se encogió de hombros y dijo con frialdad: —Mamá tiene razón, Lu. Deberías esforzarte más.

A partir de entonces, la humillación se volvió rutina. Lucía cocinaba, limpiaba y lavaba como una criada, pero nunca era suficiente. Las palabras afiladas de Carmen cortaban cada día más hondo, y la indiferencia de Javier dolía más que cualquier insulto.

En las cenas familiares, Lucía permanecía en silencio mientras ambos se burlaban de ella. —Qué calladita está —decía Carmen—. Seguro porque no tiene nada interesante que aportar.

Javier reía, sin darse cuenta de que cada carcajada rompía un poco más el amor que ella sentía por él.

Una noche, durante una celebración familiar en un restaurante de Madrid, todo llegó a su límite. Lucía apenas había probado su copa de vino cuando Carmen se levantó y anunció en voz alta: —Cuidado, Lucía. Si bebes más, vas a avergonzar a mi hijo como la última vez.

Todos rieron. Lucía sintió el calor de la vergüenza en sus mejillas. —Solo he tomado medio vaso —murmuró.

Javier golpeó su copa contra la mesa. —¡No le contestes a mi madre! —gritó. Entonces, ante el horror de todos, cogió su vino tinto y lo derramó sobre la cabeza de Lucía.

El restaurante enmudeció. El líquido rojo resbalaba por su pelo, empapando su vestido.

Carmen sonrió con satisfacción. —A lo mejor así aprendes a respetar.

Lucía los miró —a su marido, a su suegra, a los que reían a costa de su humillación— y algo dentro de ella se quebró.

Se levantó, secó el vino de su rostro con calma y dijo: —Os arrepentiréis de esto.

Sin una palabra más, abandonó el local, dejándolos petrificados.

No regresó a la casa que compartía con Javier. Tomó el último tren de la noche y llegó a una majestuosa finca en las afueras de Madrid: la residencia de su padre.

Su progenitor, Eduardo Mendoza, era un reconocido empresario, un hombre hecho a sí mismo que siempre había adorado a su hija. Al casarse con Javier, Lucía había ocultado su verdadero origen económico, deseando que su matrimonio se basara en el amor, no en el dinero.

Cuando el mayordomo abrió la puerta y la vio empapada y temblando, corrió a avisar a Eduardo. Este apareció al instante, pálido de preocupación.

—Lucía —susurró, con la voz quebrada—. ¿Qué te ha pasado?

Entonces, ella se derrumbó. Entre lágrimas, le contó todo: los insultos, la crueldad, la humillación.

Los ojos de Eduardo se oscurecieron. —¿Te han tratado así?

—Sí —respondió ella en un susurro—. Y yo lo permití.

Él tomó su mano. —Ya no más. Ahora estás en casa.

En las semanas siguientes, Lucía recuperó su fuerza en la finca familiar. Eduardo insistió en que acudiera a un abogado, pero ella tenía otro plan. —No quiero venganza por ira —dijo—. Quiero que sientan lo que es perder todo lo que creían controlar.

Descubrió que la empresa de Javier —de la que tanto alardeaba— estaba al borde de la quiebra. Desesperado, había enviado propuestas a varios inversores, sin saber que uno de ellos era su propio suegro.

Eduardo le entregó el dossier. —Necesita un millón y medio de euros para salvarla. Si invertimos, técnicamente controlaremos la mayoría de las acciones.

Lucía sonrió por primera vez en semanas. —Pues invirtamos —respondió—. Pero a mi nombre.

Un mes después, sin que nadie lo supiera, Lucía se convirtió en la accionista principal de la empresa de Javier. Lo observó desde la distancia, permitiendo que siguiera creyéndose poderoso.

Hasta que, un día, recibióHasta que, un día, Javier recibió una citación para reunirse con el nuevo dueño de su empresa, y al entrar en la sala de juntas, se encontró con Lucía sentada en el lugar del poder, dueña de su destino y de todo lo que él alguna vez creyó suyo.

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