Cuando el magnate Adrián Quintana dejó embarazada a su joven empleada del hogar, creyó que con un cheque se solucionaría todo y su vida perfecta seguiría igual. Pero años después, cuando ella reapareció en su lujoso despacho de Madrid —más fuerte, radiante y con un niño pequeño que era su vivo retrato—, el remordimiento le cortó más hondo que cualquier pérdida financiera.
Adrián Quintana estaba frente a los ventanales de su ático en Salamanca, con una copa de brandy en la mano. Abajo, la ciudad brillaba con dinero, ambición y esa sed insaciable que él tanto admiraba. Detrás de él, unos tacones resonaron en el suelo de mármol. No era un socio ni un inversor.
Era ella.
Lucía.
Tres años atrás, solo era la empleada silenciosa que venía cada mañana a limpiar los candelabros y pasar la fregona. Casi no hablaba si no le dirigían la palabra. Pero una noche de tormenta, tras un fracaso empresarial y un vacío que no supo nombrar, Adrián bebió de más y la encontró en el pasillo. Frágil. Amable. Cercana. Lo que pasó entre ellos, se repitió después, fue un error.
Dos meses más tarde, Lucía llamó a la puerta de su despacho. Le temblaban las manos al extenderle la prueba de embarazo. “Estoy embarazada”, susurró.
Adrián reaccionó con frialdad. Firmó un acuerdo de confidencialidad, le dio un cheque con más ceros de los que ella había visto en su vida y le ordenó desaparecer.
“No estoy preparado para ser padre”, dijo, evitando sus ojos llenos de lágrimas. “Y no vas a arruinar todo lo que he construido.”
Ella se fue sin decir nada más.
Y él enterró el recuerdo.
Pero ahora, tres años después, estaba de vuelta.
Cuando las puertas se abrieron, Lucía entró con la elegancia tranquila de quien ha resistido tempestades. Ya no llevaba uniforme, sino un vestido beige y tacones discretos. El pelo recogido con sencillez. La postura firme. Y de la mano, un niño de ojos marrones y hoyuelos idénticos a los suyos.
Adrián apretó la mandíbula.
“¿Por qué has venido?”, preguntó, con voz cortante.
“No vine por dinero”, respondió Lucía con calma. “Vine para que tu hijo te conozca. Y para decirte que está enfermo.”
Las palabras partieron el aire entre ellos.
Adrián parpadeó. “¿Qué… qué dices?”
“Leucemia”, dijo ella, mirándolo fijamente. “Necesita un trasplante de médula. Y eres su único compatible.”
La copa se le escapó de las manos y se hizo añicos en el suelo.
El silencio solo lo rompió el zumbido del ventilador.
Adrián había construido un imperio millonario. Podría comprar islas, hundir competidores, influir en políticos… pero en ese instante, se sintió completamente impotente.
“No… no lo sabía”, balbuceó.
“No, no quisiste saber”, replicó Lucía, con un tono que nunca antes le había dirigido. “Nos tiraste como si fuéramos basura. Pero él importa. Y ahora tienes la oportunidad de demostrarlo.”
El niño lo miró, curioso pero tímido. “¿Tú eres mi papá?”, preguntó con una vocecita suave.
A Adrián casi se le doblaron las rodillas.
“Yo… sí lo soy”, susurró.
Por primera vez en años, la culpa le subió por el pecho como un animal que lo arañaba por dentro.
Lucía respiró hondo. “No necesito tu culpa. Necesito tu médula. Tu compromiso. Después de eso… lo que hagas será cosa tuya.”
Adrián tragó saliva. “¿En qué hospital? ¿Cuándo empezamos?”
Lucía asintió. “El lunes. En el Clínico. Ya está en lista de espera, pero el tiempo se agota.”
Cuando ella se dio la vuelta para irse, Adrián volvió a hablar. “Lucía.”
Se detuvo, pero no miró atrás.
“Fue un error terrible.”
Ella esperó un momento antes de murmurar: “Los dos lo cometimos. Pero yo cargué con el mío. Tú huiste del tuyo.”
Y se marchó, llevándose a su hijo.
Esa noche, Adrián no durmió. Se quedó en su estudio privado, rodeado de premios, diplomas y portadas de revistas que lo proclamaban “El Visionario Más Despiadado de España”. Pero nada de eso importaba.
Ya no.
Solo veía aquellos ojos marrones que lo miraban… iguales a los suyos.
Entonces entendió algo: el éxito le había dado todo, menos lo que realmente valía la pena.
Había abandonado a la única persona que más lo necesitaba. Y quizá, solo quizá, aún quedaba tiempo para enmendarlo.
Adrián Quintana llegó al Clínico con una sensación rara en el pecho: miedo. No al fracaso, ni a los escándalos, sino a perder algo que ni siquiera había tenido tiempo de conocer: a su hijo.
Llegó temprano. El coche negro que lo trajo esperaba, pero no se dio la vuelta. Las manos le sudaban dentro del traje. Al entrar en la planta de oncología infantil, una enfermera levantó la vista.
“¿Señor Quintana?”
Asintió. “Vengo por… mi hijo. Mateo.”
Ella sonrió. “Están en la habitación 312. Ha preguntado por usted.”
Sus piernas se movieron solas. Al llegar a la puerta, dudó. Había cerrado tratos millonarios con menos dudas, pero este momento pesaba más que todos ellos juntos.
Llamó suavemente.
Lucía abrió, con cautela pero sin hostilidad. “Viniste.”
“Dije que lo haría.”
Dentro, Mateo estaba sentado en la cama, abrazando un peluche de jirafa y con un plato de puré sin tocar. Su cara se iluminó al ver a Adrián.
“Hola, papá.”
A Adrián se le quebró la voz. “Hola, pequeño.”
Se acercó y se arrodilló junto a la cama. “¿Cómo te sientes?”
Mateo encogió los hombros. “Los médicos dicen que soy valiente. Mamá dice que lo heredé de ella.”
Adrián esbozó una sonrisa. “Tiene razón. Ella es muy valiente.”
Lucía estaba en un rincón, cruzada de brazos, observando. Sin juzgar. Solo protegiendo.
La siguiente hora transcurrió entre risas y preguntas. Adrián le habló a Mateo de las vistas desde su ático, del safari que visitarían cuando se curara, e hizo muecas que arrancaron risitas al niño. La culpa seguía ahí, pero por ahora, solo quería estar presente.
Ese mismo día, le hicieron las pruebas.
Era un donante perfecto.
El trasplante se programó para unos días después.
Dos semanas más tarde.
El trasplante salió bien. Adrián pasaba todo el tiempo posible en el hospital: leyéndole a Mateo, llevándole libros para colorear, colando natillas cuando las enfermeras no miraban. El niño ya lo llamaba “papá” sin dudar.
Pero ganarse la confianza de Lucía era más difícil.
Una noche, tras dormir a Mateo, Adrián la encontró en el pasillo, apoyada contra la pared, agotada.
“Has estado sola todos estos años”, dijo en voz baja.
Ella asintió. “No tuve opción.”
Adrián bajó la mirada. “No deberías haber tenido que hacerlo.”
El silencio se alargó hasta que ella preguntó: “¿Por qué nos abandonaste, Adrián? No la excusa, la verdad.”
Respiró hondo. “Porque tuve miedo. Mi padre solo sabía ganar, usar el amor como arma. Cuando supe del embarazo, me vi en él: frío, incapaz de amarAl final, bajo el mismo techo que alguna vez los separó, Adrián aprendió que la verdadera riqueza no estaba en los ceros de su cuenta, sino en los brazos de Lucía y en la risa de Mateo.