**El Magnate y su Pasado Inesperado**
El sol se filtraba entre los rascacielos de Madrid mientras Javier Mendoza salía de una interminable reunión en el barrio de Salamanca. Cansado de escuchar a sus socios hablar como si resolvieran los problemas del mundo, solo deseaba marcharse. Subió a su camioneta blindada, dio las instrucciones habituales a su chofer y revisó su móvil mientras avanzaban por una calle congestionada. Miró por la ventana sin interés, hasta que la vio.
Allí estaba, en la acera frente a una farmacia. Lucía el rostro cansado, el pelo recogido con prisas y llevaba ropa sencilla mientras sujetaba una bolsa de la compra medio rota. A su lado, tres niños. Los tres con sus mismos ojos, su misma boca, su misma expresión inquieta. Era como mirar tres versiones diminutas de sí mismo.
«No puede ser…» Javier se inclinó para ver mejor, pero en ese momento otro coche se interpuso.
«¡Para!», ordenó sin pensar. El conductor frenó en seco. Javier abrió la puerta y bajó, buscándola entre la multitud. El corazón le latía con fuerza. Era ella. Era Clara.
Después de unos minutos, la divisó cruzando la calle de la mano con los niños, subiendo a un coche gris, claramente un Uber. Se quedó paralizado, con el estómago encogido. No sabía si correr, gritar su nombre o dejarla ir. El coche arrancó y se perdió en el tráfico.
Javier volvió a su vehículo en silencio. El chofer lo miró por el retrovisor, pero él no dijo nada. Su mente estaba en otra parte. Solo podía pensar en esos tres niños con su misma cara. Se llevó las manos a la frente y dejó escapar un suspiro que parecía venir de lo más profundo.
No veía a Clara desde hacía seis años. Desde aquella madrugada en la que decidió irse sin despedirse. No dejó nota, ni mensaje. Nada. Tenía planes, un acuerdo que cerraría su futuro. Se fue pensando que ella lo entendería, que habría tiempo para arreglar las cosas. Pero ese tiempo nunca llegó.
Al llegar a su ático en la zona de Chamartín, arrojó la chaqueta al sofá y se sirvió un whisky, aunque aún no eran ni las cinco de la tarde. Caminó de un lado a otro, recordando cada momento con Clara. Su risa, su forma de mirarlo cuando hablaba de sus sueños, sus abrazos cuando llegaba tarde y solo quería dormir.
Y luego estaban esos niños. ¿Cómo era posible que se parecieran tanto a él? Tomó su móvil y buscó en redes sociales. Nada. Ni una foto, ni una pista. Clara había desaparecido del mundo digital como si nunca hubiera existido. Eso le inquietó. Porque aunque había intentado olvidarla, en el fondo, nunca lo consiguió.
Era ese tipo de amor que guardas en una cajita que no quieres abrir, porque sabes que va a doler.
Se sentó frente al ordenador y abrió una carpeta encriptada donde guardaba archivos personales. Ahí estaban: fotos de Clara en la playa, en su antiguo piso, con su perro, en pijama riendo con la boca llena de palomitas. Las revisó una por una hasta encontrar una donde ella lo abrazaba por detrás, con la cara cerca de su cuello. Era una foto que se había tomado ella misma con el móvil.
La miró durante un buen rato y luego apretó los labios. Sabía lo que tenía que hacer.
Marcó a su asistente, Álvaro.
—Necesito que busques a alguien. Se llama Clara Ruiz. No tengo dirección, solo sé que vive en Madrid y tiene tres hijos. Y algo más… —dudó un instante—. Esos niños podrían ser míos.
Hubo un silencio incómodo al otro lado de la línea.
—Entendido, señor.
Álvaro colgó. Javier se quedó mirando la ciudad a través de la ventana. Miles de luces, miles de personas, pero en ese momento solo una importaba.
No sabía si Clara estaría enfadada, si lo odiaba o si ya lo había superado. Pero esos niños… No podía dejarlo así. No podía vivir con la duda.
Porque si eran lo que él pensaba, su vida estaba a punto de cambiar por completo.
—
**Un Reencuentro Inevitable**
Javier no durmió bien esa noche. Se revolvió en la cama, miró el techo, se levantó a caminar por el piso, volvió a tirarse y cerró los ojos, pero solo veía esa escena: Clara en la calle, con sus tres hijos, tan parecidos a él que incluso dolía. Era como si su pasado hubiera regresado de golpe para abofetearlo.
Al día siguiente, antes de las ocho de la mañana, ya estaba en su oficina. Su equipo lo saludó con sonrisas falsas. Él apenas respondió, entró directo a su despacho y cerró la puerta. Se asomó por la ventana. La ciudad seguía su rutina: coches, gente, ruido. Pero dentro de él todo era caos.
Se sentó frente al escritorio, tomó el móvil y volvió a buscar en redes. Su nombre, su rostro, cualquier rastro de Clara. Nada en Facebook. Nada en Instagram. En ninguna parte. Era como si se la hubiera tragado la tierra.
Eso lo enfureció más. ¿Cómo podía alguien desaparecer así? ¿Cómo era posible que él, con todos sus recursos, no supiera nada?
Álvaro entró con un café y unos papeles. Javier ni lo miró.
—¿Alguna novedad? —preguntó, directo.
—Todavía no, jefe. Estamos rastreando registros de nacimiento y escolares. Pero si cambió de domicilio y apellido, llevará tiempo.
Javier asintió. No estaba de humor para conversaciones. Cuando Álvaro salió, se quedó solo otra vez. Apoyó los codos en el escritorio, se agarró la cabeza con ambas manos y cerró los ojos.
Los recuerdos comenzaron a llegar. Se vio seis años atrás, más joven, menos cansado, con esa ambición que casi le salía por los poros. Él y Clara vivían juntos en un piso pequeño en el barrio de Vallecas. No tenían lujos, pero tenían de todo. Él trabajaba desde casa, buscando inversores para su primera empresa. Ella era maestra de infantil. Llegaba exhausta, pero siempre con una sonrisa.
Se reían de tonterías, pedían pizza por la noche, a veces no tenían gas y se bañaban con agua fría. Pero estaban juntos. Y eso era suficiente.
Hasta que llegó la oportunidad. Un fondo extranjero quería invertir en su proyecto, pero debía mudarse a Barcelona un año. Todo cambió. Le propuso que fuera con él. Ella dijo que no podía dejar su trabajo, sus alumnos, todo lo que había construido. Discutieron. Cada vez más fuerte. Hasta que una mañana, sin decir nada, él tomó su mochila, su portátil, unos papeles y se fue.
Solo le dejó una estúpida nota: «Lo siento, no puedo quedarme.»
Así de cobarde había sido.
Nunca más supo de ella. Pensó en escribirle muchas veces, pero siempre lo dejaba para después. Entonces su empresa despegó. Llegaron los contratos, los viajes, los millones, las entrevistas, los lujos.
Pero a veces, cuando estaba solo, se acordaba de Clara. Y le dolía.
Ahora todo eso volvía, como si el tiempo no hubiera pasado. Como si la vida le dijera: *No has cerrado este capítulo.*
Javier se levantó de la silla y caminó hacia la vitrina donde guardaba trofeos, reconocimientos, fotos con políticos. En el fondo, había una cajita que no tocaba desde hacía años. La bajó, la abrió. Dentro había una pulsera de hilo rojo que Clara le había regalado cuando empezaban, una carta escrita a mano, una entrada de cine y… un viejo test de embarazo positivo.
Lo miró con la sangre helada. No recordaba haberlo guardado. Quizá quedCon lágrimas en los ojos pero una sonrisa en el rostro, Javier finalmente encontró lo que siempre había estado buscando sin saberlo: su familia, sus errores enmendados y un nuevo comienzo lleno de amor imperfecto pero verdadero.