—¿Me dejas limpiarlas? — La voz sonó como el chirrido de un violín viejo, surgiendo de la nada. Yo, encorvado no solo bajo el peso del abrigo, sino también por el peso de mi propia vida, apenas pude mantenerme en pie.
—¿Qué? —respondí cansado, sin mirar, como si ahuyentara a un gorrioncillo de alguna plaza madrileña.
—Tus zapatos… limpios, ¿sí? Barato, señor. Solo un poquito.
Me detuve. Bajo mis pies crujía el frío seco de febrero —ni invierno ni primavera, solo charcos, humedad, un aire que cortaba, cargado de humo de hogueras y una melancolía ajena. Delante de mí, un chiquillo —delgado como un junco, sucio, con ojos negros como carbón y destellos de ámbar—. La gorra caída hacia atrás, zapatos que parecían prestados, más propios de una obra de teatro. Manos pequeñas, pero ágiles, como las de un animalillo. Y de pronto… no, no recordé. No había qué recordar: mi infuencia estaba envuelta en papel de seda de caramelos importados, y él, quizá, ni siquiera había probado el chocolate en su vida.
—No hace falta —dije, desviando la mirada. En el escaparate, un reflejo borroso me hizo preguntarme: ¿quién es ese? No un rostro, sino una máscara.
—Pero, ¿seguro? Venga, señor, por favor —sonó un bufido nasal mientras sacaba un trapo grasiento del bolsillo.
—Vale —suspiré, más para quitármelo de encima que por lástima—. Pero rápido.
Se arrodilló junto a la entrada de un café caro, sin titubear, como si supiera que no tenía prisa. Observé sus manos: uñas rotas, suciedad incrustada en la piel… y, por primera vez en años, sentí algo parecido a la vergüenza.
—Gracias, señor… —susurró él, temblando—. Mi madre está enferma… Con esto compraré pan.
Tragué saliva. Detrás del cristal, calor, luz, risas, vapor de los platos. Esa risa cortaba como cristal. Y yo, clavado en el suelo.
—No inventes… —quise decir, pero las palabras se atascaron. ¿Quién era yo para juzgar si mentía por unos pocos euros?
—Listo… —sacudió mis zapatos—. ¡Como nuevos! Aunque… se nota que está triste.
—¿Y eso? —forcé una sonrisa.
—Se ve —encogió los hombros, guardando el trapo—. Por los zapatos. La gente con zapatos suelos siempre va con prisa. Usted no. No tiene a dónde ir.
No supe qué responder. Solo me quedé allí, frotándome el hombro, como un objeto extraño en un museo ajeno.
—Bueno… —ya se daba la vuelta, pero se detuvo—: No olvide a su madre. Aunque… aunque sea tarde, vuelva a casa. A veces «tarde» no es demasiado tarde.
Y desapareció entre la gente, como un espejismo. Yo me quedé mirando mis zapatos limpios —de pronto, me parecieron ajenos. Sí, cinco minutos con un niño de la calle pueden sacudirte por dentro. Aunque afuera todo siga igual: frío y distante.
Caminé despacio. El viento golpeaba mi cara.
No quería volver a casa. Pero no tenía otro lugar adonde ir.
Avancé, observando caras que se esfumaban en el crepúsculo. Gente-sombra corriendo: alguien gritando al teléfono, otro empujando para subir al autobús, una sonrisa casual. Y dentro de mí, solo ella. La imagen de una tarde cualquiera, cuando cruzaba el portal, esquivaba a la portera, dejaba caer el abrigo y escuchaba…
—¿Has vuelto?
En el último año, hasta eso era raro. Marina casi no hablaba, solo me miraba —sin reproche, con una pregunta muda. Nunca me perdonó los años de lujo: la casa en la sierra, resorts vacíos, diamantes fríos por los que pagué con el alma, no con dinero. Dejamos de ser aquellos jóvenes que corrían descalzos por los bancos, creyendo que «para siempre» no era solo una palabra.
Por el camino, la mirada del niño me perseguía. Me observaba de abajo arriba —pidiendo limosna o quizá consuelo. ¿Por qué los niños de la calle ven en la gente lo que ni terapeutas ni pedagogos con sueldos absurdos logran descifrar?
En casa, solo silencio. El crujir del parqué sonaba a marcha fúnebre. Un pasillo largo, teatral. Todo olía a Marina: flores secas en jarrones, libros alineados, el leve aroma a medicinas y la vainilla insistente. Antes olía a café. ¿O era solo un recuerdo?
Entré en el dormitorio. Marina yacía de lado, el rostro pálido como un lienzo, labios apretados. Al lado, un libro abierto, gafas, un vaso de agua turbia y un termómetro que ahora medía no solo fiebre, sino días restantes. No levantó la cabeza.
—Has vuelto a llegar tarde…
Su voz, baja pero afilada como cristal.
—Me entretuve en la oficina —mentí. ¿Para qué? Ya no importaba.
—Claro. Yo siempre segMientras la tarde se teñía de oro, Saúl, el niño de la calle, me tendió una barra de pan recién comprada y, al compartirla en silencio, entendí que la redención no estaba en lo que habíamos perdido, sino en lo que aún podíamos dar.