Alejandro Cortés volvió a casa sin avisar. Al abrir la puerta, se quedó paralizado. Isabela jugaba con sus tres hijos. Nicolás, Andrés y Mateo reían como nunca antes. Pero lo que escuchó cuando ella no sabía que él estaba allí revelaría un secreto devastador. Alejandro apretó el volante de su Audi negro con tanta fuerza que sus nudillos palidecieron.
El móvil seguía vibrando en el asiento del copiloto contra el cuero italiano. Era la décima llamada de su socio en menos de una hora, pero Alejandro no tenía intención de responder. Por primera vez en quince años de carrera empresarial, había tomado una decisión que desafiaba toda lógica.
Cancelar la reunión más importante del año y volver a casa en mitad de un miércoles cualquiera.
La autovía se extendía ante él bajo el sol de la tarde. Normalmente hacía este trayecto los viernes por la noche, agotado después de una semana de mover millones, de negociaciones que determinaban el futuro de cientos de empleados. Pero hoy era distinto.
Hoy había despertado en su suite de hotel de cinco estrellas en Barcelona, con un vacío en el pecho que ninguna cifra en su cuenta bancaria podía llenar. La llamada había llegado a las seis de la mañana. La vocecita temblorosa de su hijo Nicolás al otro lado, diciéndole que no quería que papá se fuera tanto tiempo, que Andrés había llorado toda la noche, que Mateo no quería comer.
Alejandro intentó calmarlos, como siempre. Prometió regalos espectaculares a su vuelta, habló de los parques de atracciones que visitarían. Pero entonces Nicolás soltó una frase que le atravesó como un cuchillo:
“Papá, ¿por qué Isabela nos quiere más que tú?”
Nueve palabras que destrozaron la fachada perfecta que Alejandro había construido durante los últimos dos años.
Desde que Laura, su esposa, decidió que la maternidad no era para ella y los abandonó por una vida de libertad en Costa Rica, Alejandro había compensado su ausencia con dinero. Mucho dinero. La mejor casa en La Moraleja, los mejores colegios, los juguetes más caros. Y, por supuesto, la mejor cuidadora que el dinero pudiera contratar.
Isabela Mendoza había llegado a su vida hace dieciocho meses a través de una agencia de élite. Su currículum era impecable: referencias brillantes, experiencia con niños, discreción absoluta. Pero lo que había sellado su contratación fue algo en sus ojos durante la entrevista. Una calidez genuina que contrastaba con la frialdad de las otras candidatas.
Alejandro pensó que esa calidez sería buena para sus hijos. Nunca imaginó que revelaría su propio fracaso como padre.
El Audi tomó la salida hacia su urbanización privada, donde las mansiones se escondían entre setos perfectamente recortados. Vivía en una de las zonas más exclusivas de Madrid, donde cada casa era un monumento al éxito. Su propiedad ocupaba media manzana: diez mil metros de jardines diseñados por paisajistas premiados, piscina olímpica, pista de pádel y una casa de dos plantas con más habitaciones de las que necesitaban.
Al acercarse a la entrada principal, notó algo raro. Normalmente la casa parecía silenciosa, impecable, casi museística en su perfección. Pero hoy, incluso desde la calle, podía oír algo que le aceleró el corazón.
Risas. Risas infantiles, descontroladas, del tipo que sacude todo el cuerpo de un niño hasta dejarlo sin aire.
Estacionó el Audi en la rotonda de entrada y se quedó quieto, escuchando. ¿Cuándo fue la última vez que oyó reír así a sus hijos? No lo recordaba. Últimamente, los pocos momentos que pasaban juntos antes de dormirse siempre eran en silencio, casi con miedo de molestarle después de sus largas jornadas.
Alejandro salió del coche sin hacer ruido, dejando el maletín en el asiento trasero. Algo le decía que necesitaba ver qué pasaba antes de anunciar su llegada.
Se acercó a la puerta principal, que estaba entreabierta. Las risas eran más fuertes ahora, mezcladas con la voz de Isabela, que reconoció al instante.
—¡Aprieten más fuerte, guerreros! ¡No van a dejar que una mujer los venza!
Alejandro empujó la puerta suavemente, y lo que vio lo dejó helado en el umbral.
El recibidor de mármol, normalmente impecable, se había convertido en un campo de batalla de juegos. Los cojines del sofá de diseño, que costaron quince mil euros, formaban una fortaleza improvisada. Las alfombras persas estaban arrugadas. Y en el centro, Isabela y sus tres hijos tiraban de su corbata de seda de Louis Vuitton, valorada en quinientos euros.
Isabela sostenía un extremo de la corbata, descalza, plantada firmemente en el mármol. Su uniforme, normalmente perfecto, estaba desordenado, y su pelo castaño se le escapaba de la coleta. Pero lo que más impactó a Alejandro fue su expresión. Pura alegría, sin reservas, sin la formalidad que siempre mantenía cuando él estaba presente.
Del otro lado, Nicolás, Andrés y Mateo tiraban con todas sus fuerzas, las caritas rojas de esfuerzo, gritándose instrucciones entre carcajadas.
—¡Andrés, tira más fuerte! —gritaba Nicolás, sus siete años haciéndole el líder natural.
—¡Ya tiro! —respondió Andrés, con la misma determinación.
Mateo, el más pequeño por solo tres minutos, había enrollado la corbata alrededor de su cintura y tiraba con todo su peso, sus piernas regordetas resbalando cómicamente sobre el mármol pulido.
—¡Uno, dos, tres, ahora! —gritó Isabela, y deliberadamente se dejó caer, soltando la corbata en el momento justo para que los tres niños cayeran en una pila de risas sobre los cojines.
Alejandro sintió un nudo en la garganta.
Sus hijos rodaban sobre los cojines, sin aliento de tanto reír, mientras Isabela se acercaba como un monstruo de juguete.
—¡El monstruo de las cosquillas viene por ustedes! —”rugió” con voz cómica.
—¡Nooo! —gritaron los tres al unísono, aunque era obvio que lo deseaban.
Isabela se lanzó sobre ellos, haciéndoles cosquillas al mismo tiempo. Las risas se volvieron casi histéricas. Ese tipo de risa pura, sin inhibiciones, que solo los niños pueden tener.
Alejandro se apoyó en el marco de la puerta, incapaz de moverse. Había algo en esta escena tan real, tan llena de vida, que lo hacía sentirse un intruso en su propia casa.
Después de varios minutos, los niños se dejaron caer, agotados.
—Isabela —dijo Mateo con su voz pequeña pero clara—, ¿puedes quedarte para siempre?
La pregunta inocente le atravesó como una bala.
Vio cómo la sonrisa de Isabela vacilaba, cómo sus ojos se llenaban de tristeza y ternura.
—Cielo —susurró, acariciando su pelo—, estaré aquí mientras me necesiten.
—Pero mamá dijo que estaría siempre, y luego se fue —intervino Andrés, con una madurez que ningún niño de siete años debería tener—. ¿Tú también te irás?
Alejandro sintió como si le hubieran echado un cubo de agua helada.
Se había convencido de que sus hijos eran demasiado pequeños para entender el abandono de su madre, que con dinero y regalos podría llenar ese vacío. Pero la pregunta de Andrés, cargada de dolor, destrozó esa ilusión.
Isabela abrazó a los tres niños.
—Escuchen bien, mis guerreros —dijo con una voz que Alejandro nunca le había oído—. A veces los mayores toman decisiones que no tienen nada que ver con ustedes. Su mamá se fue porque tenía sus propios problemas, no porque ustedes no fueran suficientes.
—Pero ella no nos quería —dijo Nicolás, con lágrimLos ojos de Alejandro se llenaron de lágrimas mientras comprendía que, al fin, había encontrado en Isabela y en el amor de sus hijos el verdadero sentido de su vida.





