**Diario de un Hombre Arrepentido**
Hacía seis años que no la veía. Seis años desde que la dejé sin una palabra, sin explicación. Aquel día, salía de una de esas interminables reuniones en Salamanca, donde todos hablan como si el mundo dependiera de sus decisiones. Solo quería escapar. Subí a mi coche blindado, di las instrucciones de siempre al conductor y saqué el móvil para revisar mensajes mientras avanzábamos por una calle atascada.
Miré por la ventana sin interés hasta que la vi. Allí estaba, en la acera frente a una farmacia, con el pelo recogido a toda prisa, ropa sencilla y una bolsa de la compra medio rota abrazada contra el pecho. A su lado, tres niños. Tres pares de ojos, tres bocas idénticas, tres expresiones que reconocí al instante. Eran los míos. No podía ser. Me incliné hacia adelante, pero otro coche se interpuso y la imagen desapareció.
—¡Para! —grité sin pensar.
El conductor frenó en seco. Abrí la puerta y bajé a la calle, buscándola entre la multitud. Nada. Caminé rápido, ignorando a quienes me reconocían, hasta que la vi cruzando la calle de la mano de los niños, subiéndose a un Uber gris. Me quedé paralizado, con el estómago encogido. No supe si correr, gritar su nombre o dejarla ir. El coche arrancó y se perdió en el tráfico.
Regresé al coche en silencio. El conductor me miró por el retrovisor, pero no dije nada. Mi mente solo repetía una pregunta: ¿Cómo era posible?
No la había visto desde aquella madrugada en que me fui dejando solo una nota: *”Lo siento, no puedo quedarme.”* Ni una llamada, ni un mensaje. Creí que habría tiempo para arreglarlo después, pero ese tiempo nunca llegó.
Al llegar a mi piso en La Moraleja, me serví un whisky aunque no eran ni las cinco de la tarde. Caminé de un lado a otro, recordando su risa, cómo me miraba cuando hablaba de mis sueños, cómo me abrazaba cuando llegaba tarde y solo quería dormir. Y luego, esos niños. ¿Cómo podían parecerse tanto a mí?
Busqué su nombre en redes sociales. Nada. Ni una foto, ni un rastro. Valeria se había borrado del mundo digital como si nunca hubiera existido. Eso me dolió. Había intentado olvidarla, pero hay amores que guardas en una cajita que no quieres abrir porque sabes que duele.
Abrí una carpeta encriptada donde guardaba fotos viejas. Allí estaba ella: en la playa, en el sofá de su casa, en pijama, riendo con la boca llena de palomitas. Hasta que encontré una donde me abrazaba por detrás, con la cara pegada a mi cuello. La había tomado ella misma con el móvil. La miré durante minutos, apreté los labios y supe lo que tenía que hacer.
Llamé a mi asistente, Álvaro.
—Necesito que encuentres a alguien. Valeria Ortega. No tengo dirección, solo sé que vive en Madrid y tiene tres niños. Y… hay algo más. Esos niños podrían ser míos.
Hubo un silencio incómodo al otro lado.
—Entendido, señor.
Colgó y me quedé mirando la ciudad a través de la ventana. Miles de luces, millones de personas, pero en ese momento solo una importaba. No sabía si estaba enfadada, si me odiaba o si simplemente había superado todo. Pero esos niños… no podía dejarlo así.
**La Lección**
A veces la vida te da una segunda oportunidad cuando menos te lo esperas. Pero no viene envuelta en un lazo, sino en forma de dolor, de preguntas sin respuesta y de un pasado que vuelve para recordarte tus errores.
Aquella noche no dormí. Me revolqué en la cama, miré al techo, caminé por el piso y volví a tirarme sobre las sábanas. Cada vez que cerraba los ojos, veía a Valeria en la calle con esos tres niños que eran como un espejo de mí mismo. Era como si el pasado me hubiera dado una bofetada para despertarme.
Al día siguiente, antes de las ocho, ya estaba en mi despacho. Saludé a mi equipo con sonrisas falsas, como siempre, y me encerré. Mientras el mundo seguía su rutina, dentro de mí todo era caos.
Tomé el móvil y busqué de nuevo en redes: Facebook, Instagram, Twitter… Nada. Era como si se hubiera tragado la tierra. Eso me enfureció. ¿Cómo podía alguien desaparecer así? ¿Cómo era posible que yo, con todos mis recursos, no supiera nada de ella?
Álvaro entró con un café y unos papeles.
—¿Alguna novedad? —pregunté sin rodeos.
—Todavía no, jefe. Estamos rastreando partidas de nacimiento y registros escolares. Si cambió de dirección o apellido, llevará tiempo.
Asentí. No estaba de humor para conversaciones.
Cuando me quedé solo, apoyé los codos en el escritorio y me agarré la cabeza con ambas manos. Los recuerdos vinieron como una película en mi mente: Valeria y yo en ese pequeño piso de Lavapiés, sin lujos, pero felices. Yo trabajando en mi primer proyecto, ella como profesora de infantil. Reíamos por tonterías, pedíamos pizza por la noche, a veces nos duchábamos con agua fría porque no llegaba para el gas… Pero estábamos juntos, y eso era suficiente.
Hasta que llegó *la oportunidad*: un fondo extranjero quería invertir en mi proyecto, pero tenía que mudarme a Barcelona un año. Le propuse que viniera conmigo, pero ella no quiso dejar su trabajo, sus alumnos, su vida. Discutimos, gritamos, y una mañana, sin decir nada, agarré mi mochila, mi laptop y me fui.
Nunca volví a saber de ella.
Ahora, viendo aquellos niños, entendí que mi historia con Valeria no había terminado. La vida me estaba diciendo: *”Este capítulo no está cerrado.”*
**Hoy lo sé:**
Las decisiones cobran vida propia. Las heridas que dejamos abiertas pueden sangrar de nuevo. Pero también hay una verdad más profunda: nunca es tarde para hacer las cosas bien, aunque el camino esté lleno de espinas.
El dinero, el éxito, los reconocimientos… Al final, lo que importa son las personas. Y a veces, la vida te lo recuesta a gritos cuando menos te lo esperas.
No sé cómo terminará esta historia. Solo sé que no voy a huir esta vez.
**Firmado:** Un hombre que aprendió demasiado tarde lo que realmente valía.