**Diario personal**
Al principio, pensé que sería algo pasajero.
Cada pocos días, encontraba a Canela—la gallina gruñona y regordeta de la vecina—en nuestro corral, aunque no teníamos ninguna gallina. Mi hija Lola siempre estaba cerca, abrazándola como si fuera un peluche desgastado, susurrándole secretos entre sus plumas.
No paraba de devolver a Canela a casa de la señora Rosario, nuestra vecina, disculpándome cada vez. Ella solo se reía con un gesto seco y decía: “Esa niña tuya ama con el alma. No hay nada malo en eso.”
Pero una tarde, pillé a Lola sacando a Canela otra vez. Esta vez, llevaba una manta y un zumo en su carrito, como si se preparara para un viaje. Me agaché y le pregunté: “Cariño, ¿por qué te llevas siempre a Canela?”
Me miró con los ojos como platos y susurró: “Porque la señora Rosario dijo que iba a sacrificarla. Como hicimos con el abuelo. Y Canela ni siquiera hizo nada malo.” Se me encogió el corazón.
No supe qué decir, así que la acompañé de vuelta. La señora Rosario estaba podando algo junto a la valla cuando nos vio. Antes de que pudiera explicar, Lola soltó: “¡No puedes llevártela! ¡Ya le prometí que estaría a salvo!”
Rosario suspiró, largo y cansado.
Luego dijo algo que no esperaba—algo que me hizo mirarla de otra manera, tanto a ella como a la gallina en brazos de Lola.
Dijo: “Canela no es una gallina cualquiera. Era de mi marido, Enrique. La compró el año antes de que se fuera.”
Entonces miré su rostro de verdad. Las arrugas alrededor de su boca no solo mostraban edad, también guardaban dolor. Un dolor callado, el que te visita de noche cuando todos duermen.
“Es lo último que me queda de él,” susurró casi sin voz. “Pero ya es vieja. No pone huevos. Come mucho. El veterinario dijo que tiene un tumor. No puedo pagar otra operación.”
Parpadeé. La idea de sacrificar a un animal por dinero me pesó en el pecho. Miré a Lola, que ahora acariciaba a Canela como si quisiera consolar tanto a la gallina como a sí misma.
“Lola cree que puede salvarla,” dije con suavidad.
Rosario sonrió con tristeza. “Esa niña tiene un corazón de heroína. Pero los corazones no pagan facturas.”
Esa noche, al acostar a Lola, me preguntó: “¿No podemos ayudar a Canela, mamá?”
Le dije la verdad. Que no era tan sencillo. Que a veces hay que tomar decisiones difíciles. Pero no lloró. Asintió y dijo: “Entonces yo lo haré sencillo.”
No entendí qué quería decir hasta días después.
Lola montó un puesto de limonada.
No era raro. Los niños del barrio lo hacen siempre. Pero Lola no cobraba 50 céntimos. Pidió donativos “para salvar a Canela.” Hasta hizo un cartel con un dibujo de la gallina y un corazón alrededor.
Y la gente vino.
Primero los vecinos. Luego alguien subió una foto a internet. De repente, había coches de pueblos cercanos parando para comprar limonada a mi hija, la de los ojos grandes y el corazón aún más grande.
En una semana, había reunido más de 300 euros.
No me lo podía creer. Tampoco la señora Rosario.
Cuando le entregué el sobre, se quedó mirándolo. “¿Qué es esto?” preguntó, aunque ya lo sabía.
“Es para Canela,” dije. “Lola quiere ayudar con los gastos.”
Rosario se sentó en los escalones del porche. Las lágrimas le caían sin intentar limpiarlas. Susurró: “A Enrique le habría encantado esa niña.”
Canela se operó el martes siguiente.
El tumor era benigno.
El veterinario dijo que aunque estuviera cascarrabias y vieja, le quedaban buenos años. Lola estaba en las nubes. Le hizo una medallita de papel y la pegó en el corral: “La Gallina más Valiente del Mundo.”
Pero entonces todo dio un giro.
Dos meses después, la señora Rosario se cayó y se rompió la cadera.
Pasó de madrugada, y nadie se habría enterado si Lola no hubiera ido a darle de comer a Canela antes del colegio. La encontró tirada junto al jardín, casi inconsciente y helada.
Llegó la ambulancia a tiempo.
Los médicos dijeron que una hora más y habría sido distinto. La tuvieron en el hospital un tiempo, luego la llevaron a rehabilitación. Lola la visitaba dos veces por semana con dibujos, noticias de Canela y hasta videos cortos.
Un día, Rosario me preguntó: “¿Podrías quedarte con Canela para siempre? No creo que vuelva a esa casa.”
Vacilé. No porque no quisiera, sino porque entendí lo que significaba. Era su forma de soltar.
Movimos el corral de Canela a un rincón con sombra en nuestro patio. Lola lo decoró con serpentinas y lo llamó “El Palacio de Canela.”
Ese verano, pasó algo increíble.
Un huevo viejo de Canela, olvidado en un rincón del cobertizo de Rosario, había sobrevivido. Una mañana, mientras ayudaba a la sobrina de Rosario a limpiar, un pollito torpe y diminuto salió del cascarón.
La llamamos Trébol.
Lola dijo que era un milagro. Y creo que tenía razón.
Canela la cuidó como si siempre hubiera sido madre. Y viendo a Lola con las dos—enseñándoles, alimentándolas, susurrando sus secretos—entendí que esto no era solo una gallina. Nunca lo fue.
Era sobre cuidar cuando otros no lo hacen.
Sobre elegir la bondad antes que la comodidad.
Sobre una niña que no veía una gallina vieja, sino una amiga que aún tenía vida por delante.
La señora Rosario nunca volvió a su casa. Su sobrina la vendió en primavera, pero no sin antes poner una rampa y arreglar los jardines, por si alguna vez quería visitar.
Volvió una vez, en otoño, con un bastón y una sonrisa temblorosa.
Se sentó junto al Palacio de Canela y miró a Lola jugar con Trébol en la hierba.
“Ella también me salvó a mí, ¿sabes?” susurró. “Tu niña. Me recordó cómo es el amor.”
Asentí. No había nada más que decir.
Ahora, cuando veo a Canela caminando torpemente por el jardín o escucho la risa de Lola a través de la puerta, recuerdo cómo empezó todo—con una niña que no aceptaba un no por respuesta.
Y me alegro de que no lo hiciera.
Porque a veces, el corazón de un niño ve lo que los adultos olvidan—que cada vida, por pequeña, emplumada o arrugada que sea, merece una oportunidad.
¿Y tú? ¿Alguna vez has subestimado el poder del amor de un niño? Si esta historia te ha llegado, compártela con alguien que necesite recordar que la bondad sí puede cambiar el mundo.