El misterioso regalo de bodas que cambió mi vida4 min de lectura

Me llamo Lucía, tengo veintiséis años, nací en una familia humilde en la costa de Andalucía. Mi padre murió joven, mi madre siempre estuvo enferma y tuve que dejar los estudios tras la ESO para trabajar como limpiadora. Tras años de esfuerzo, logré un empleo como sirvienta en una de las familias más ricas de Madrid: los Del Valle.

Mi esposo, Javier Del Valle, es el hijo único de la familia. Guapo, culto y de carácter sereno, pero siempre rodeado de una distancia impalpable. Trabajé allí casi tres años, en silencio, sin atreverme a imaginar que algún día formaría parte de su mundo. Hasta que una tarde, Doña Carmen me llamó al salón, colocó ante mí un certificado de matrimonio y me dijo:
—Lucía, si aceptas casarte con Javier, la casa de campo en Toledo será tuya. Es nuestro regalo de boda.

Me quedé sin palabras. ¿Cómo podría una sirvienta como yo merecer a su hijo? Creí que era una broma, pero su mirada era firme. No entendía por qué me elegían, solo sabía que mi madre estaba grave y el tratamiento costaba una fortuna. Mi corazón quería rechazarlo, pero el miedo y la necesidad me hicieron asentir.

La boda fue más lujosa de lo que jamás soñé. Llevaba un vestido rojo con bordados en oro, sentada junto a Javier, impecable en su traje negro, y todo me parecía un sueño. Pero sus ojos eran fríos, como ocultando un secreto que no terminaba de entender.

La noche de bodas, la habitación olía a rosas. Javier, con una camisa blanca, tenía el rostro tallado en mármol, pero sus ojos estaban tristes. Cuando se acercó, todo mi cuerpo tembló. Fue entonces cuando lo supe:

Javier no era como otros hombres… tenía una condición que le impedía ser esposo en el sentido más convencional. Todo cobró sentido: la casa de campo, el permiso para que una chica pobre entrara en aquella familia. No era por mí, sino porque necesitaban una “esposa de apariencia” para él.

Las lágrimas rodaron por mis mejillas—no sabía si por pena o por rabia. Javier se sentó a mi lado y susurró:
—Perdóname, Lucía. No mereces esto. Sé que has sacrificado mucho, pero mi madre… necesita asegurar el apellido. No puedo defraudarla.

Bajo la luz tenue, vi sus ojos húmedos. Aquel hombre frío también sufría. Éramos iguales: prisioneros del destino.

Los días siguientes fueron extraños. No había pasión, solo compañía. Javier era amable: por las mañanas me preguntaba cómo había dormido, al mediodía paseábamos por el jardín de Toledo, por las noches cenábamos y charlábamos. Ya no me trataba como a una empleada, sino como a una amiga. Eso me conmovía, aunque supiera que nuestro matrimonio nunca sería “normal”.

Una tarde, oí por casualidad a Doña Carmen hablar con su médico: tenía el corazón débil y poco tiempo. Temía que, al morir, Javier se quedara solo para siempre. Me eligió porque me veía sumisa, trabajadora y sin pretensiones; confiaba en que no lo abandonaría.

Al saberlo, algo se rompió en mí. Creí que era un trato frío, pero era un acto de amor. Ese día juré que, pese a todo, nunca lo dejaría.

Una noche de tormenta en Madrid, Javier se desplomó de dolor. Lo llevé al Hospital Ramón y Cajal, temblando. Inconsciente, apretó mi mano y murmuró:
—Si un día quieres irte, hazlo. La casa es tuya. No mereces esta vida…

Lloré como nunca. ¿Cuándo se había ganado mi corazón? Apreté su mano con fuerza:
—No te dejaré. Eres mi familia.

Tras aquella noche, Javier despertó. Al verme allí, sus ojos brillaron—no de tristeza, sino de gratitud. No necesitábamos un matrimonio perfecto. Bastaba con entendernos, con compartir un amor silencioso pero verdadero.

La casa de Toledo ya no era un premio, sino un hogar. Yo cultivo geranios en el patio; Javier pinta acuarelas en el salón. Cada atardecer, nos sentamos a escuchar el viento en los olivares y hablamos de pequeños sueños.

Quizá la felicidad no sea la perfección, sino encontrar a alguien que, a pesar de todo, elija quedarse. Y yo la encontré… desde aquella noche de bodas en que todo parecía perdido.

Leave a Comment