El misterioso ruego del paciente por un nombre desconocido

No creímos que pasara la noche.

Sus niveles de oxígeno eran críticos, y los ataques de tos empeoraban. Las enfermeras pidieron silencio y calma en su habitación, pero él no dejaba de murmurar una palabra, una y otra vez:

“Trufo… Trufo…”

Al principio, pensamos que sería un hijo. Quizás un amigo de la guerra. Pero cuando me incliné y le pregunté en voz baja quién era Trufo, sus labios agrietados apenas se movieron para responder: “Mi buen chico. Echo de menos a mi buen chico.”

Entonces lo entendí. Llamé a su hija, que venía conduciendo desde otra provincia, y le pregunté si Trufo era un perro.

Se le quebró la voz.

“Un Golden Retriever. Trece años. Lo dejamos con mi hermano mientras papá ha estado en el hospital.”

Tras algunas llamadas y miradas de asombro, la enfermera jefa movió algunos hilos. Y un par de horas después, entre el sonido de las máquinas y la luz fría de los fluorescentes, entró Trufo con sus patas acolchadas.

En cuanto el perro lo vio, fue como si todo lo demás desapareciera.

Y cuando Trufo se subió a su regazo, moviendo la cola, apoyando suavemente el hocico en su pecho…

Fue entonces cuando el anciano abrió los ojos de nuevo.

Pero lo que dijo después…

“Trufo, ¿la encontraste?”

Todos en la habitación se miraron confundidos. La hija me lanzó una mirada y susurró: “¿Quién es ‘ella’?”

Trufo, claro, no respondió. Solo lamió la mano arrugada del viejo y se acurrucó más. Pero el anciano—se llamaba Isidro—pareció recuperar lucidez. Su respiración se calmó. Sus dedos se cerraron suavemente en el pelaje del perro.

“La encontró una vez,” dijo Isidro, débil. “En la nieve. Cuando nadie más me creía.”

Pensamos que serían los medicamentos. Quizás la confusión de la morfina. Pero algo en su tono—tan tierno, tan triste—me hizo querer saber qué había ocurrido.

No tuve que esperar mucho.

En los días siguientes, Isidro se estabilizó. No era una recuperación total, pero podía estar despierto, tomar unas cucharadas de sopa y conversar de vez en cuando. Y Trufo jamás se apartó de su lado. El perro dormía junto a su cama, observaba a las enfermeras con atención y levantaba las orejas cada vez que Isidro hablaba.

Fue al tercer día cuando me llamó.

“¿Tienes un momento, enfermera?” Puse la silla más cerca.

“¿Alguna vez has creído que un perro puede salvar una vida?” preguntó.

Sonreí. “Creo que lo estoy viendo ahora mismo.”

Isidro soltó una risa cansada. “Trufo no me salvó a mí. Salvó a ella.”

Incliné la cabeza. “¿Ella? ¿Su esposa?”

Negó lentamente. “Mi vecina. Lucía. Hace años, quizás doce. Desapareció. Todos creyeron que se había escapado. Pero yo sabía que no.”

Mis ojos se abrieron un poco. ¿Una persona desaparecida?

“Tenía dieciséis años,” continuó. “Problemática, pero dulce. A veces venía a pasear a Trufo cuando la artritis no me dejaba moverme. Solíamos sentarnos en el porche y hablar. Me llamaba ‘Don Isi.’ Decía que le recordaba a su abuelo.”

“¿Y luego desapareció?” pregunté con cuidado.

Asintió. “La policía creyó que se había ido con algún chico. Su madre no se opuso. Dijo que siempre había sido rebelde. Pero yo… no podía quitarme la sensación de que algo andaba mal.”

Hizo una pausa para toser, y Trufo levantó la cabeza, percibiendo el cambio en su respiración.

“Salía con Trufo todas las mañanas. Recorrimos el pueblo, el bosque, hasta la cantera abandonada. La gente pensaba que estaba loco.”

Escuché con atención. Ahora hablaba en un susurro, como si temiera que la historia se perdiera en el aire.

“Una mañana, Trufo se detuvo. Se quedó quieto junto a un barranco. No se movía. Ladró una vez. Luego otra. Y miré hacia abajo y lo vi—su bufanda. Enredada en unas zarzas.”

Respiró con dificultad. “La encontramos en una zanja. Helada. Tiritando. Pero viva.”

Se me encogió el corazón. “¿Qué le pasó?”

“Se la había llevado su padrastro. La maltrataba desde hacía años. Esa noche, intentó huir. Él la persiguió hasta el bosque, la dejó inconsciente. La abandonó para que se congelara. Pero Trufo… él la encontró.”

No supe qué decir. Me quedé quieta, dejando que las palabras se asentaran.

“Se quedó conmigo un tiempo,” añadió Isidro. “Hasta que el sistema encontró un hogar mejor. Nos escribimos durante años. Luego la vida se complicó. Ella se mudó. Yo enfermé. Pero Trufo… creo que todavía la busca. En cada paseo, con cada persona que vemos… se anima. Como si tal vez estuviera ahí. Como si fuera a volver.”

Asentí, tratando de contener las lágrimas.

“Ella fue la única que lo llamó ‘ángel de la guarda,'” susurró. “Quizá él todavía lo cree.”

Esa noche, le conté la historia a otra enfermera, y ella buscó un artículo viejo—adolescente desaparecida encontrada tras búsqueda con perro. En efecto, había una foto. Una chica joven, con el rostro lleno de lágrimas, envuelta en una manta. Isidro, sonriendo levemente tras ella, con la mano apoyada en el lomo de Trufo.

No podíamos dejar de pensar en ello.

Así que probé suerte.

Publiqué la historia en algunos grupos locales. Sin nombres. Solo el relato. Describí a Isidro. A Trufo. Conté que había un hombre en un hospital que recordaba a una joven llamada Lucía, que solía llamar a su perro “ángel de la guarda.”

No tardó mucho.

Tres días después, una mujer llamada Marina contactó con el hospital.

“Antes me llamaban Lucía,” escribió. “Creo que hablan de mí.”

Cuando vino, apenas la reconocí de la foto. Ahora rondaba los treinta. Serena, segura, con ojos bondadosos y voz firme. Trajo a su hija—una niña de cinco años, curiosa y de mirada brillante.

Entró despacio en la habitación de Isidro, insegura de si la recordaría.

Pero en cuanto dijo, “¿Don Isi?”—él sonrió.

“La encontraste,” le dijo a Trufo. “De verdad que lo hiciste.”

Habitaron durante horas. Recordaron. Lloraron. Rieron. Lucía—ahora Marina—le contó todo. Sobre la beca que consiguió. Sobre la familia que la acogió. Sobre su trabajo enseñando música en un centro cultural.

“No estaría aquí sin ti,” susurró.

Isidro negó con la cabeza. “Fue cosa de Trufo.”

La reunión lo transformó. En la semana siguiente, comió mejor. Se sentó más erguido. Contó más historias. Las enfermeras lo llamaron milagro. Pero quienes habíamos visto mover la cola a Trufo y la luz en sus ojos sabíamos la verdad.

¿Y lo inesperado?

Marina no fue una visita. Volvió al día siguiente. Y al otro. A veces con su hija. A veces sola. Hasta que un día, trajo unos papeles.

“Don Isi,” dijo suavemente, “siempre fuiste mi familia. Me gustaría cuidarte ahora. Si me lo permites.”

Intentó negarse, pero ella no cedió.

“Me diste una segunda oportunidad cuando nadie más notó queY así, entre risas de niña, ladridos juguetones y tardes tranquilas en el jardín, Isidro encontró su final feliz, rodeado del amor que una vez sembró sin esperar nada a cambio.

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