El misterioso ruego del paciente que nadie comprendió

No creíamos que pasara la noche.

Sus niveles de oxígeno estaban fatal y los ataques de tos empeoraban. Las enfermeras dijeron que mantuviéramos la habitación tranquila, pero él no dejaba de murmurar una palabra, una y otra vez:

“Murphy… Murphy…”

Al principio, pensamos que sería un hijo. Quizás un compañero de la mili. Pero cuando me acerqué y le pregunté en voz baja quién era Murphy, sus labios agrietados se movieron lo justo para decir: “Mi buen chico. Echo de menos a mi buen chico.”

Ahí lo entendí. Llamé a su hija, que venía conduciendo desde otra provincia, y le pregunté si Murphy era un perro.

Se le quebró la voz.

“Golden Retriever. Trece años. Tuvimos que dejarlo con mi hermano mientras papá ha estado en el hospital.”

Tras unas llamadas y alguna mirada de sorpresa, la enfermera jefa movió hilos. Y un par de horas después, entre máquinas que pitaban y luces fluorescentes, entró Murphy con sus patas acolchadas.

En el instante en que el perro lo vio, pareció que el mundo desaparecía.

Y cuando Murphy se subió a su regazo, moviendo la cola, apoyando suavemente el hocico en su pecho…

Ahí fue cuando el viejo abrió los ojos de nuevo.

Pero lo que dijo después—

“Murphy, ¿la encontraste?”

Todos en la habitación intercambiamos miradas confusas. La hija me miró, desconcertada, y susurró: “¿Quién es ‘ella’?”

Murphy no respondió, claro, solo lamió la mano arrugada del anciano y se acurrucó más. Pero a Walter—así se llamaba—de repente se le iluminó la mirada. Su respiración se calmó. Sus dedos se enredaron suavemente en el pelaje del perro.

“La encontró una vez,” murmuró Walter, débil. “En la nieve. Cuando nadie más me creía.”

Pensamos que serían los medicamentos. Quizás la morfina le nublaba la cabeza. Pero intuí que había una historia enterrada ahí. Y algo en su forma de decirlo—tan dulce, tan triste—me hizo querer saber qué había pasado.

No tuve que esperar mucho.

En los días siguientes, Walter se estabilizó. No una recuperación completa, pero suficiente para estar consciente, tomar unas cucharadas de sopa y hablar de vez en cuando. Y Murphy no se movió de su lado. El perro se acurrucaba junto a la cama, vigilaba a las enfermeras con atención y levantaba las orejas cada vez que Walter hablaba.

Fue al tercer día cuando me llamó.

“¿Tienes un minuto, enfermero?” Puse una silla junto a él.

“¿Alguna vez has creído que un perro puede salvarte la vida?” dijo.

Sonreí. “Creo que lo tengo delante.”

Walter soltó una risa cansada. “Murphy no me salvó a mí. Salvó a ella.”

Incliné la cabeza. “¿Ella? ¿Tu mujer?”

Negó lentamente. “Mi vecina. Leticia. Esto fue hace años. Doce, quizá. Desapareció. Todos pensaron que se había escapado. Pero yo sabía que no.”

Mis ojos se abrieron un poco. ¿Una persona desaparecida?

“Tenía dieciséis,” continuó. “Problemática, pero buena. A veces venía a pasear a Murphy cuando el reuma no me dejaba. Nos sentábamos en el banco de la puerta y hablábamos. Me llamaba ‘Don W.’ Decía que le recordaba a su abuelo.”

“¿Y luego desapareció?” pregunté con cuidado.

Asintió. “La policía pensó que se había ido con algún chico. Su madre no insistió. Dijo que siempre había sido rebelde. Pero yo… no podía quitarme la idea de que algo iba mal.”

Tosió, y Murphy alzó la cabeza, sintiendo el cambio en su respiración.

“Salía con Murphy todas las mañanas. Recorrimos las afueras del pueblo, el bosque, hasta la mina abandonada. La gente me tomaba por loco.”

Escuché atentamente. Ahora hablaba en un susurro, como si temiera que la historia se perdiera en el aire.

“Una mañana, Murphy se paró en seco. Se quedó quieto junto a una loma. No se movía. Ladró una vez. Luego otra. Y miré hacia abajo y la vi—su bufanda. Enredada entre las zarzas.”

Respiró con dificultad. “La encontramos en una zanja. Helada. Tiritando. Pero viva.”

El corazón me dio un vuelo. “¿Qué le había pasado?”

“Se la había llevado su padrastro. Llevaba años maltratándola. Esa noche, intentó huir. Él la persiguió hasta el bosque, la golpeó. La dejó allí para que se helara. Pero Murphy… la encontró.”

No supe qué decir. Me quedé quieto, dejando que las palabras calaran.

“Se quedó conmigo un tiempo,” añadió Walter. “Hasta que la administración le encontró una familia. Nos escribimos durante años. Luego, la vida se complicó. Ella se mudó. Yo enfermé. Pero Murphy… creo que aún la busca. Cada paseo, cada desconocido… se anima. Como si quizá ella estuviera ahí. Como si pudiera volver.”

Asentí, intentando disimular el escozor en los ojos.

“Ella fue la única que lo llamó su ‘ángel de la guarda’,” susurró. “Quizá él aún lo cree.”

Esa noche, le conté la historia a otra enfermera, y ella buscó en internet—apareció una noticia antigua: adolescente desaparecida encontrada gracias a un perro. Y allí estaba la foto: una chica joven con el rostro marcado por las lágrimas, envuelta en una manta. Walter, sonriendo levemente detrás, con la mano apoyada en el lomo de Murphy.

No podíamos dejar de pensar en ello.

Así que lo intenté.

Publiqué la historia en algunos grupos locales. Sin nombres. Solo los hechos. Describí a Walter. A Murphy. Dije que había un hombre en un hospital que aún recordaba a una joven llamada Leticia, que solía llamar ángel de la guarda a su perro.

No tardó.

Tres días después, una mujer llamada Elena envió un mensaje al hospital.

“Antes me llamaban Leticia,” escribió. “Creo que hablan de mí.”

Cuando vino, apenas la reconocí de la foto. Ahora rondaba los treinta. Serena, segura, con una mirada amable. Traía a su hija, una niña de cinco años, curiosa y de ojos brillantes.

Entró despacio en la habitación de Walter, sin saber si la recordaría.

Pero en cuanto dijo, “¿Don W?”—él sonrió.

“La encontraste,” le dijo a Murphy. “De verdad que sí.”

HabPasaron horas hablando, recordando, riendo entre lágrimas, y al final, cuando el sol se filtraba suave por la ventana, Walter cerró los ojos con una sonrisa, sintiendo por fin que su tarea en este mundo estaba cumplida.

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