El diminuto consultorio veterinario parecía encogerse con cada respiración, como si las paredes sintieran el peso del momento. El techo bajo oprimía, mientras las luces fluorescentes zumbaban bajo él, un canto fantasmal, bañándolo todo con su luz fría y uniforme, tiñendo la realidad de dolor y despedida. El aire era denso, electrizado por emociones sin palabras. En esa habitación, donde cada sonido parecía una blasfemia, reinaba un silencio profundo, casi sagrado, como el que precede al último suspiro.
Sobre la mesa metálica, cubierta por una vieja manta a cuadros, yacía César, un pastor alemán que alguna vez fue fuerte y orgulloso. Sus patas habían recorrido los secarrales castellanos, sus orejas habían escuchado el susurro del bosque en primavera y el rumor del arroyo tras el deshielo. Recordaba el calor de la hoguera, el olor de la lluvia en su pelaje y la mano que siempre encontraba su nuca, como diciendo: «Estoy aquí». Pero ahora su cuerpo estaba consumido, su pelaje opaco, con parches calvos, como si la naturaleza misma retrocediera ante la enfermedad. Su respiración era áspera, entrecortada, cada inhalación una batalla contra un enemigo invisible, cada exhalación un adiós susurrado.
Junto a él, encorvado, estaba Javier, el hombre que lo había criado desde cachorro. Sus hombros caídos, la espalda doblada, como si el peso de la pérdida ya lo aplastara antes de que llegara la muerte. Su mano —temblorosa, pero tierna— acariciaba lentamente las orejas de César, intentando memorizar cada curva, cada pelo. Las lágrimas en sus ojos eran gruesas, calientes, no caían, sino que se aferraban a sus pestañas, como temiendo romper la fragilidad del momento. Su mirada reflejaba un universo entero de dolor, amor, agradecimiento y un arrepentimiento insoportable.
—Fuiste mi luz, César —susurró con una voz apenas audible, como si temiera despertar a la muerte—. Me enseñaste lealtad. Te quedaste a mi lado cuando caí. Lamiste mis lágrimas cuando no podía llorar. Perdóname por no protegerte mejor. Perdóname por esto…
Entonces, como si respondiera a esas palabras, César —débil, agotado, pero aún lleno de amor— entreabrió los ojos. Estaban velados por una neblina, como una cortina entre la vida y lo que viene después. Pero aún brillaba el reconocimiento. Aún había una chispa. Con un último esfuerzo, levantó la cabeza y hundió el hocico en la palma de Javier. Ese gesto, simple pero poderoso, le partió el corazón. No era solo un contacto. Era un grito del alma: «Todavía estoy aquí. Te recuerdo. Te amo».
Javier apoyó la frente contra la cabeza del perro, cerró los ojos, y por un instante el mundo desapareció. No había consultorio, ni enfermedad, ni miedo. Solo ellos dos: dos corazones latiendo al unísono, dos almas unidas por lazos que ni el tiempo ni la muerte rompen. Los años compartidos: largos paseos bajo la lluvia otoñal, noches invernales en una tienda de campaña, tardes de verano junto a la hoguera, con César a sus pies, velando su sueño. Todo pasó ante sus ojos como una película, un último regalo de la memoria.
En un rincón, la veterinaria y una enfermera observaban en silencio. Lo habían visto antes. Pero el corazón no aprende a ser frío. La enfermera, una mujer joven de ojos bondadosos, giró la cabeza para ocultar sus lágrimas. Se las secó con el dorso de la mano, pero no servía de nada. Porque nadie puede ser indiferente ante el amor que se enfrenta al final.
De pronto, un milagro. César tembló, como si reuniera los últimos vestigios de vida. Con un esfuerzo sobrehumano, levantó las patas delanteras y, temblando pero con determinación, rodeó el cuello de Javier. No era solo un gesto. Era un último regalo. Perdón, gratitud, amor, todo en un solo movimiento. Como si dijera: «Gracias por ser mi humano. Gracias por darme un hogar».
—Te quiero… —susurró Javier, conteniendo los sollozos—. Te quiero, mi niño… Siempre te querré…
Sabía que este día llegaría. Se había preparado. Había leído, llorado, rezado. Pero nada podía prepararlo para esto: para el dolor de perder a quien era parte de su alma.
César respiraba con dificultad, su pecho se alzaba en sacudidas, pero sus patas no lo soltaban. Se aferraba.
La veterinaria, una mujer joven de mirada firme y manos temblorosas, se acercó. En su mano brilló una jeringuilla —fría, fina como el hielo—. El líquido transparente parecía inofensivo, pero llevaba el fin consigo.
—Cuando esté listo… —dijo en un hilo de voz, como temiendo romper la conexión entre ellos.
Javier levantó la vista hacia César. Su voz temblaba, pero en ella resonaba un amor que solo se vive una vez:
—Puedes descansar, mi héroe… Fuiste valiente. Fuiste el mejor. Te dejo ir… con amor.
César respiró hondo. Su cola se movió apenas sobre la manta. La veterinaria ya alzaba la mano para inyectar…
Pero de repente se detuvo. Frunció el ceño. Se inclinó. Aplicó el estetoscopio al pecho del perro y se quedó inmóvil, como si ella misma hubiera dejado de respirar.
Silencio. Hasta el zumbido de las luces cesó.
Se apartó, tiró la jeringuilla a la bandeja y se volvió hacia la enfermera:
—¡Termómetro! ¡Rápido! ¡Y tráeme su historial!
—Pero… dijo que se estaba muriendo… —murmuró Javier, sin entender.
—Eso creía —respondió la veterinaria sin apartar los ojos de César—. Pero no es un paro cardíaco. No es un fallo orgánico. Es… posiblemente una infección grave. Sepsis. ¡Tiene cuarenta de fiebre! No se muere, ¡está luchando!
Le revisó las encías, se enderezó de golpe:
—¡Suero! ¡Antibióticos de amplio espectro! ¡Ahora! ¡No esperemos al laboratorio!
—¿Él… puede sobrevivir? —Javier apretó los puños hasta que los nudillos palidecieron. No se atrevía a esperar.
—Si actuamos a tiempo, sí —respondió con firmeza—. No lo dejamos ir. Por nada.
Javier esperó en el pasillo. En un banco de madera estrecho, donde antes se sentaron extraños con penas ajenas. Ahora estaba solo. El tiempo se detuvo. Cada sonido tras la puerta —pasos, papel rasgado, cristal— lo hacía levantarse de un salto, como si en cualquier momento oyera: «Lo sentimos… no llegamos a tiempo».
Cerraba los ojos y veía a César abrazándolo con sus patas. Veía sus ojos llenos de amor. Escuchaba su respiración, esa que tanto temía perder.
Pasaron horas. Medianoche. El edificio estaba en silencio.
Entonces, la puerta se abrió. La veterinaria salió. Su rostro estaba cansado, pero en sus ojos ardía una llama.
—Está estable —dijo—. La fiebre baja. El corazón late bien. Pero las próximas horas son críticas.
Javier cerró los ojos. Las lágrimas cayeron sin control.
—Gracias… —susurró—. Gracias por no rendirse…
—Él no está listo para irse —respondió ella en voz baja—. Y usted no está listo para dejarlo ir.
DY así, entre jadeos débiles pero esperanzados, César cerró los ojos, no para dormir eternamente, sino para descansar, sabiendo que su historia con Javier aún no había terminado.