Los médicos eran claros: había que operar. No había más tiempo. El tumor crecía demasiado rápido. Las posibilidades de sobrevivir eran solo del veinte por ciento. No había opción: o se sometía al quirófano ahora mismo, o en un par de meses sería demasiado tarde. Pero ella lo sabía: podía no despertar jamás, y por eso pidió ver a su perra una última vez.
—Por favor… —su voz temblaba—. Déjenme ver a mi perra… antes de empezar.
Los doctores se miraron. Mujer de 43 años. Sola. Sin familia, sin hijos. Solo su perra, una vieja y leal pastor alemán llamada Lola. Llevaban más de diez años juntas. Lola había estado allí en los peores momentos: después de perder a sus padres, del divorcio, de las enfermedades.
—Diez minutos —cedió al fin uno de los médicos, con renuencia.
Cuando trajeron a Lola, al principio se desorientó entre los olores químicos y las paredes blancas del hospital. Pero luego reconoció a su dueña y corrió hacia ella.
—Hola, mi niña —susurró la mujer, acariciando su suave pelaje. Las lágrimas caían sobre sus propias manos—. Perdóname… Perdóname por dejarte. Yo tengo miedo, pero tú no lo tengas. Mi Lola inteligente, te quiero tanto.
La perra se apretó contra ella, quedándose quieta, hasta que de pronto… se tensó.
Lola gruñó. No era un sonido de miedo. Su dueña, confundida, se incorporó sobre los codos justo cuando vio a su fiel compañera colocarse entre ella y los médicos que entraban con la camilla.
—Lola, ¿qué haces? ¡Cálmate! —gritó, alarmada. Pero la perra siguió gruñendo, los ojos fijos en los doctores.
Uno de ellos dio un paso adelante para llevar a la mujer al quirófano, pero Lola saltó de repente… y le mordió el brazo. ¡Nunca antes había hecho algo así!
El personal quedó helado. Nadie entendía por qué actuaba así. 😲😱
—¡Saquen a esa perra de aquí! —gritaron las enfermeras.
Ella observaba todo, paralizada. Lola ladraba, aullaba, forcejeando como si intentara comunicar algo urgente, algo que solo ella podía sentir.
Y entonces, lo comprendió.
—Alto —dijo con dificultad—. Me… niego a la operación. Hagan pruebas otra vez. Ahora mismo.
—¡Esto es una locura! —protestó el médico, sujetándose el brazo vendado—. ¡Está jugando con su vida!
—Yo… necesito estar segura. Ella… siente algo. Mi perra nunca ha actuado así.
Esa misma noche repitieron las pruebas. Radiografías. Resonancias.
Ninguno podía creer lo que veían.
El tumor había desaparecido. Por completo. Sin rastro. Como si nunca hubiera existido.
Una semana después, paseaba con Lola por el parque. Sin sueros. Sin cicatrices. Sin miedo.
Se arrodilló frente a ella, abrazando su cabeza contra el pecho.
—Me salvaste. Lo sabías. ¿Cómo…?
Lola suspiró, le lamió la mejilla y apoyó su cabeza sobre su hombro, como si siempre hubiera entendido más que cualquiera.