El perro miraba cada día por la alcantarilla—lo que encontraron al abrirla dejó a todos sin palabras

**Diario Personal**

Cada mañana, cuando el sol asomaba sobre los tejados de Valdebrisa, un espectáculo familiar hacía que la gente se detuviera de camino al trabajo. Un perro dorado de mirada dulce y cola meneándose suave recorría la Calle del Olivo, deteniéndose siempre frente a la misma alcantarilla.

Nadie sabía de dónde venía ni por qué lo hacía, pero allí estaba, mirando hacia las sombras bajo la rejilla con una preocupación casi humana.

Lo llamaban Chispa.

No tenía collar ni dueño aparente, pero era el favorito del barrio. En la cafetería le dejaban agua, la florista le tejió una bufanda en invierno, y hasta el cartero más gruñón le daba migajas de pan a escondidas.

Era tranquilo, nunca ladraba ni mendigaba. Solo paseaba con propósito, siempre terminando frente a la alcantarilla.

La gente pensaba que quizás había perdido algo ahí o le gustaba el aire fresco que subía. Hasta que un miércoles lluvioso lo cambió todo.

Todo empezó unos días antes.
Lucía Méndez, de 27 años, acababa de mudarse a un pequeño piso sobre la ferretería. Tras años de freelance y ahorros, por fin empezaba su nuevo trabajo como diseñadora gráfica. Su rutina era sencilla: café, trabajo, compras. Pero ese lunes, unos ojos tristes la miraron fijamente.

Volvía de la carnicería con un paquete de filetes cuando vio a Chispa sentado junto al escaparate. Al abrir la puerta, sus orejas se levantaron, pero no se acercó. Solo observaba.

Entonces lo escuchó: un gruñido de su estómago, seguido de un gemido suave.

Su corazón se encogió.

Sacó un hueso que llevaba para caldo y se lo ofreció con cuidado. «Oye, ¿tienes hambre?»

Chispa dudó al principio, pero el aroma era irresistible. Lo tomó con suavidad, movió la cola y, extrañamente, se alejó sin comerlo.

«Qué raro», pensó Lucía.

No le dio importancia… hasta el día siguiente.

El martes, salía de la panadería con una bolsa de pan recién hecho cuando Chispa apareció, meneando la cola con entusiasmo. Entre risas, sacó unas salchichas que llevaba por si acaso. «¡Mira quién vuelve!»

Las tomó, pero, igual que antes, no se las comió. Se giró y caminó como con prisa.

Algo en su actitud llamó su atención.

El miércoles, Lucía fue precavida. Llenó un táper con pollo fresco y lo guardó en su bolso.

Como esperaba, allí estaba Chispa, esperándola. Esta vez, al darle el pollo, lo siguió sin perderlo de vista.

El perro no pareció molesto. Avanzó por un callejón, pasó la panadería y llegó… a la alcantarilla.

Dejó caer el pollo.

Dentro de la rejilla.

Lucía se sobresaltó. «Pero ¿qué haces?»

Chispa se tumbó junto al desagüe, orejas alerta. Al inclinarse, Lucía escuchó algo: un maullido débil.

«¿Son… gatitos?»

Chispa ladró una vez, como confirmándolo.

Con el corazón acelerado, Lucía llamó a los bomberos.

En veinte minutos, una furgoneta roja llegó sin sirena pero con luces. Vecinos, tenderos y hasta niños de la guardería se acercaron.

Dos bomberos retiraron la pesada rejilla con cuidado. Tras unos minutos tensos, uno de ellos gritó: «¡Aquí están! Cinco. ¡Están vivos!»

La multitud suspiró aliviada. Los gatitos, diminutos y temblorosos, fueron colocados en una caja con mantas.

Chispa ladró de nuevo, corriendo hacia ellos, olisqueándolos con urgencia.

Entonces todos lo entendieron.

Este perro los había estado alimentando.

Todos los días, Chispa llevaba comida a la alcantarilla, no para él, sino para esas criaturas atrapadas. Debía de haberlos oído después de las lluvias y, instintivamente, decidió mantenerlos con vida.

A Lucía se le llenaron los ojos de lágrimas.

«Los ha estado salvando», murmuró.

El bombero sonrió. «Sin él, no habrían sobrevivido».

Chispa se sentó junto a la caja, orgulloso, como sabiendo que su misión estaba cumplida.

Al día siguiente, el titular del *Diario de Valdebrisa* lo anunciaba: «Perro local salva gatitos de una alcantarilla», con una foto de Chispa protegiéndolos.

Lucía no podía dejar de pensar en él.

Adoptó una gatita, llamándola Niebla. Los demás encontraron hogar entre los vecinos.

Pero quedaba una pregunta: ¿y Chispa?

Una semana después, Lucía tomó una decisión.

Fue al callejón donde dormía y le mostró una correa y un collar nuevo.

«Oye, héroe. ¿Quieres venir a casa?»

Chispa la miró, luego la correa, y dio unos pasos. Sus ojos, llenos de lealtad, se encontraron con los suyos.

No hizo falta preguntar dos veces.

Ahora, Chispa duerme a los pies de la cama de Lucía, con una manta caliente, la panza llena y una gatita que se acurruca en su lomo cada noche.

Los vecinos sonríen al verlos pasear por la Calle del Olivo, con Niebla en una bolsa y Chispa trotando orgulloso.

Y aunque ya no mira dentro de la alcantarilla, a veces se detiene un instante, como recordando las vidas que salvó.

Porque incluso en los lugares más oscuros, el amor encuentra su camino.

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