**18 de marzo**
Cuando a Pablo apenas le faltaban unos meses para cumplir los cinco años, su mundo se derrumbó. Su madre ya no estaba. Se quedó paralizado en un rincón de la habitación, sin entender por qué la casa estaba llena de desconocidos. ¿Por qué todos hablaban en voz baja, evitaban mirarle y parecían tan tristes?
Nadie le sonreía. Le decían: «Ánimo, pequeño», y le abrazaban, pero con esa extraña pena de quien sabe que algo valioso se ha perdido. Y él solo quería ver a su madre.
Su padre, Alejandro, estaba ausente. No le abrazó, ni dijo una palabra. Solo permanecía callado, distante, como si el dolor le hubiera vaciado por dentro. Pablo se acercó al ataúd y miró a su madre. No era la misma. No tenía su calor, su risa, esas canciones de cuna al dormir. Estaba pálida, fría, inmóvil. Le dio miedo y no volvió a acercarse.
Sin ella, todo se volvió gris. Vacío. Dos años después, su padre se casó con Lucía, una mujer que nunca intentó ser parte de su vida. Más bien, parecía molesta por su presencia. Le regañaba por todo, como si buscara razones para enfadarse. Y su padre callaba. Nunca le defendía.
Pablo guardó el dolor dentro. La pérdida, la añoranza. Y cada día deseaba más recuperar aquel tiempo en que su madre vivía.
Hoy era especial: el cumpleaños de ella. Al despertar, supo que debía ir a verla. A su tumba. Llevarle flores. Claveles blancos, sus favoritos. Recordaba cómo brillaban en las fotos junto a su sonrisa.
Pero ¿de dónde sacar el dinero? Decidió pedírselo a su padre.
—Papá, ¿me das algo de dinero? Es importante…
Lucía apareció de la cocina, furiosa:
—¿Otra vez pidiendo? ¿Acaso no sabes lo que cuesta ganarse la vida?
Su padre intentó detenerla:
—Lucía, deja que explique. Hijo, ¿para qué lo necesitas?
—Quiero claveles para mamá. Hoy es su cumpleaños…
Lucía resopló, cruzando los brazos:
—¡Flores! ¿Y por qué no un banquete también? ¡Coge cualquier cosa del jardín y ya está!
—Allí no hay claveles —respondió Pablo con firmeza—. Solo en la floristería.
Su padre miró a Lucía, cansado:
—Ve a terminar la comida. Tengo hambre.
Ella se marchó refunfuñando. Y su padre volvió al periódico. Pablo entendió: no habría dinero.
Subió a su habitación, sacó su hucha y contó las monedas. No era suficiente, pero quizá…
Salió corriendo hacia la floristería. Desde lejos vio los claveles en el escaparate, blancos como la nieve. Entró, decidido.
—¿Qué quieres? —preguntó la dependiente, mirándole con desconfianza—. Aquí no vendemos chuches. Solo flores.
—Vengo por claveles. ¿Cuánto cuestan?
La mujer dijo el precio. Pablo vació sus bolsillos, pero no llegaba ni a la mitad.
—Por favor… —suplicó—. Puedo trabajar. Limpiar, ayudar… Déme el ramo y se lo pagaré después.
—¡Vaya frescura! —gritó ella—. ¿Crees que esto es una caridad? ¡Lárgate, o llamo a la policía!
Pablo no se rindió. Seguía rogando cuando un hombre entró.
—¿Por qué le grita así? —intervino, serio—. Es solo un niño.
—¡Y usted quién es para meterse! —replicó ella.
Él ignoró sus palabras y se agachó junto a Pablo.
—Hola, campeón. Soy Julio. ¿Qué pasa?
Entre lágrimas, Pablo le contó lo de su madre, los claveles, el cumpleaños.
Julio sintió un nudo en la garganta. Miró a la dependiente.
—Deme dos ramos. Uno para él, otro para mí.
Pablo señaló los claveles blancos que brillaban como porcelana. Julio se quedó callado. Eran los mismos que él quería comprar. ¿Casualidad?
Al salir, Pablo apretaba el ramo contra el pecho.
—Señor Julio, ¿le dejo mi número? Le devolveré el dinero.
Julio sonrió.
—No hace falta. Hoy es un día especial para alguien que quiero mucho. Y me alegro de haberte ayudado. —Hizo una pausa—. Por cierto, a mi Laura también le encantaban estos claveles.
Se quedó un momento en silencio, perdido en sus pensamientos.
Él y Laura habían sido vecinos. Se conocieron de forma absurda: él la defendió de unos matones y acabó con un ojo morado. La amistad se convirtió en amor. Todos decían que eran la pareja perfecta.
A los dieciocho, Julio se fue a la mili. Una noche antes, estuvieron juntos por primera vez.
En el servicio, una lesión en la cabeza le borró la memoria. Ni siquiera recordaba su nombre. Laura intentó llamarle, pero nadie respondió. Creyó que la había abandonado. Cambió de número y siguió adelante.
Cuando la memoria volvió, meses después, Julio buscó a Laura. Sus padres le mintieron, diciéndole que ella no quería saber nada.
Al regresar, compró claveles y fue a su casa. Pero la encontró embarazada, del brazo de otro hombre. No preguntó. Se fue.
Pasaron ocho años. Hoy, por fin, había vuelto. Con claveles. Y entonces apareció Pablo.
—¡Pablo! —Julio volvió en sí. El niño seguía allí—. ¿Quieres que te lleve a algún sitio?
—No, gracias. Sé tomar el autobús. No es la primera vez que voy.
Partió hacia la parada, abrazando las flores. Julio le siguió con la mirada. Algo en él le resultaba familiar.
Al llegar al edificio donde vivía Laura, preguntó a una vecina:
—¿Sabe dónde está Laura ahora?
—Ay, hijo… —susurró la mujer—. Hace tres años que se fue.
Julio palideció.
—¿Qué?
—Se casó con Carlos. Era buena gente; la aceptó embarazada. La querían mucho. Pero ya no está.
Julio salió tambaleándose. ¿Embarazada?
—Espere… ¿el niño es suyo? —preguntó la vecina, señalando a Pablo, que volvía del cementerio.
Corrió hacia allí. En la tumba de Laura había claveles frescos.
—Pablo… —murmuró—. Eres mi hijo.
Lloró frente a la foto de Laura.
—Perdóname.
Regresó al parque donde Pablo estaba en un columpio. Carlos, el hombre de antes, salió.
—Julio… —dijo, sin sorpresa—. Sabía que vendrías.
—Es mío, ¿verdad? —preguntó Julio.
Carlos asintió.
—Si él quiere irse contigo, no me opondré. Laura siempre te amó. Antes de morir, quiso encontrarte.
Julio tomó la mano de Pablo.
—Vámonos, hijo.
Pablo le miró.
—Siempre supe que Carlos no era mi padre. Mamá me hablaba de ti.
Julio le abrazó, llorando.
—Perdóname por llegar tarde.
**Lección:** El amor verdadero deja huellas que ni el tiempo borra. Y a veces, la vida nos da segundas oportunidades cuando menos las esperamos.