Él se burlaba de su exesposa por quedarse solo con un viejo refrigerador, pero ignoraba su secreto oculto

El silencio espeso envolvía el apartamento, impregnado del aroma a incienso y lirios marchitos. Lucía estaba sentada al borde del sofá, encorvada bajo el peso invisible de su dolor. El vestido negro se le pegaba al cuerpo, punzante como un recordatorio de la razón de aquel silencio mortuorio: hoy había enterrado a su abuela, Dolores Antonia, la última persona que le quedaba en el mundo.

Frente a ella, desplomado en el sillón, su marido, Javier. Su presencia era una burla cruel, pues al día siguiente iban a presentar los papeles del divorcio. Ni una palabra de consuelo le había dedicado, solo la observaba en silencio, conteniendo a duras penas su irritación, como si esperase que terminase cuanto antes ese fastidioso drama.

Lucía clavaba la mirada en un punto del desgastado estampado de la alfombra y sentía cómo las últimas chispas de esperanza se apagaban, dejando un vacío helado en su interior.

—Bueno, mis condolencias por tu pérdida —rompió al fin Javier el silencio, con un tono cargado de sarcasmo—. Ahora eres toda una heredera. Seguro que la vieja te dejó una fortuna, ¿no? Ah, claro, lo olvidaba… el gran legado: ese electrodoméstico viejo y apestoso. Enhorabuena, un lujazo.

Sus palabras le atravesaron el pecho como dagas. Recordó las interminables discusiones, los gritos, las lágrimas. Su abuela, Dolores, había odiado a Javier desde el principio. «Es un buen viviente, Lucita —le decía con mirada severa—. Hueco como un tonel. Cuidado, que te dejará sin un duro». Y él, en respuesta, se burlaba llamándola «vieja bruja». Cuántas veces Lucía había intentado mediar, cuántas lágrimas derramó creyendo que podía arreglar lo que ya estaba roto. Ahora entendía: su abuela siempre había visto la verdad.

—Por cierto, sobre tu “brillante” futuro —continuó Javier, saboreando su propia crueldad mientras se ajustaba la chaqueta cara—. Mañana no hace falta que vayas a la oficina. Ya te he despedido. La orden está firmada desde esta mañana. Así que, cielo, pronto hasta ese trasto viejo te parecerá un lujo. Irás rebuscando en la basura y quizá hasta me lo agradezcas.

Era el fin. No solo del matrimonio, sino de la vida que había construido en torno a él. La última esperanza de que mostrara un ápice de humanidad murió. En su lugar, brotó un odio frío y puro, imparable.

Lucía lo miró con los ojos vacíos, pero no dijo nada. ¿Para qué? Todo estaba dicho. En silencio, se levantó, entró en el dormitorio y cogió la maleta que ya tenía preparada. Ignoró sus burlas y risas. Con el manojo de llaves de la antigua casa de su abuela —olvidada durante años— apretado en la mano, salió sin mirar atrás.

La calle la recibió con un viento frío. Lucía se detuvo bajo la luz mortecina de una farola, dejando las pesadas maletas en el suelo. Ante ella se alzaba un edificio gris de nueve plantas, el hogar de su infancia, donde una vez vivieron sus padres.

No había vuelto en años. Tras el accidente que se llevó a sus padres, su abuela vendió su propio piso y se mudó allí para criarla. Esas paredes guardaban demasiado dolor, y al casarse con Javier, Lucía evitó ese lugar, reuniéndose con su abuela en cualquier sitio menos allí.

Ahora era su único refugio. Recordó con amargura a Dolores Antonia, su pilar, su madre, su padre, su amiga. Y a ella misma, que en los últimos años apenas la visitó, absorbida por el trabajo en la empresa de Javier y la inútil lucha por salvar un matrimonio deshecho. Un remordimiento agudo la atravesó. Las lágrimas que había contenido todo el día brotaron sin control. Estaba allí, temblando, pequeña y perdida en una ciudad indiferente.

—Señora, ¿necesita ayuda? —una voz fina, un poco ronca, la sobresaltó. Un chico de unos diez años, con una chaqueta demasiado grande y zapatillas desgastadas, la miraba con ojos claros, casi adultos—. Las maletas pesan, ¿no?

Lucía se secó las lágrimas a toda prisa. Su franqueza la desconcertó.

—No, ya me las arreglo… —empezó, pero la voz le falló.

El chico la observó con atención.

—¿Y por qué llora? —preguntó sin la curiosidad infantil, sino con una seriedad inusual—. La gente feliz no se queda llorando en medio de la calle con maletas.

Esas palabras sencillas la hicieron mirarlo de otra forma. En sus ojos no había lástima ni burla, solo comprensión.

—Me llamo Dani —dijo él.

—Lucía —susurró ella, sintiendo cómo la tensión se difuminaba—. Vale, Dani. Ayúdame.

Asintió hacia una de las maletas. El chico la cogió con un gruñido y juntos, como dos aliados en la desgracia, entraron en el portal oscuro, con olor a humedad y a la colonia barata de los gatos callejeros.

La puerta del piso crujió al abrirse, dejándolos entrar al silencio polvoriento. Todo estaba cubierto de sábanas blancas, las cortinas corridas, solo un tenue rayo de luz callejera iluminaba las motas de polvo que danzaban en el aire. Olía a libros viejos y a algo profundamente triste, el aroma de un hogar abandonado. Dani dejó la maleta, escudriñó el lugar con mirada experta y dictaminó:

—Uf, hay trabajo aquí… Una semana, mínimo, si lo hacemos juntos.

Lucía sonrió débilmente. Su pragmatismo introdujo un destello de vida en aquel ambiente opresivo. Lo observó: delgado, pequeño, pero con una expresión tan seria. Sabía que, tras ayudarla, volvería a la calle, al frío y al peligro.

—Oye, Dani —dijo con firmeza—. Es tarde. Quédate aquí esta noche. Fuera hace frío.

El chico la miró sorprendido. Por un instante, desconfianza cruzó sus ojos, pero luego asintió con un gesto sencillo.

Por la noche, tras una cena humilde —pan, queso, comprados en la tienda de la esquina—, se sentaron en la cocina. Lavado y abrigado, Dani parecía casi un niño normal. Contó su historia sin autocompasión, sin lágrimas. Padres alcohólicos. Un incendio en la chabola. Ellos murieron. Él sobrevivió. Lo llevaron a un centro, pero se escapó.

—No quiero estar en un hogar —dijo, mirando su taza vacía—. Dicen que de ahí vas directo a la cárcel. Como un billete a la miseria. Mejor en la calle, al menos allí decides tú.

—Eso no es verdad —respondió Lucía en voz baja. Su propio dolor palidecía ante su historia—. Ni el hogar ni la calle deciden quién eres. Lo importante eres tú. Todo depende de ti.

Dani la miró pensativo. Y en ese momento, entre dos almas solitarias, se tendió el primer hilo frágil pero firme de confianza.

Más tarde, Lucía le preparó una cama en el viejo sofá, encontró sábanas limpias que olían a naftalina. Dani se acurrucó y se durmió casi al instante, por primera vez en mucho tiempo, en una cama tibia y real. Lucía lo observó, sintiendo que quizás su vida no había terminado.

Por la mañana, la luz gris se filtraba entre las cortinas. Dani seguía dormido. Lucía salió en silencio, dejando una nota: «Al salir, Lucía sintió el viento fresco en su rostro y supo, por primera vez en años, que el futuro no era algo que temer, sino algo que construir junto a alguien que ya formaba parte de su corazón.

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