El secreto infiel y la inesperada venganza de su astuta esposa

“Lo he transferido todo. No nos queda nada.”

Marcos soltó esas palabras con la misma tranquilidad con la que antes dejaba las llaves del coche sobre la mesita del recibidor. Ni siquiera me miró mientras se quitaba la corbata cara, el regalo que le hice para nuestro último aniversario.

Me quedé petrificada con el plato en la mano. No de dolor, ni de shock. Era una sensación extraña, casi física, como si una cuerda finísima se hubiera tensado en mi pecho, lista para vibrar en cualquier momento.

Diez años. Diez largos años esperando este momento. Diez años tejiendo mi tela de araña en el corazón de su negocio, entremezclando la venganza con las frías líneas de los informes financieros.

“¿A qué te refieres con ‘todo’, Marcos?” Mi voz sonó tranquila, demasiado tranquila, como la superficie de un lago helado. Dejé el plato sobre la mesa con cuidado. La porcelana rozó suavemente la madera de roble.

Finalmente se giró. En sus ojos había un triunfo mal disimulado e irritación. Esperaba lágrimas. Gritos. Humillación. No pensaba darle ese gusto.

“La casa, el negocio, las cuentas. Todos los activos, Ana”, lo dijo con satisfacción. “Empiezo de cero. Una vida nueva.”

“¿Con Laura?”

Su rostro se paralizó por un instante. No esperaba que lo supiera. Los hombres son tan ingenuos. Creen que una mujer capaz de llevar la contabilidad de sus millones no notará los “gastos de representación” mensuales equivalentes al sueldo de un director.

“No es asunto tuyo”, respondió brusco. “Te dejaré el coche. Y el piso unos meses, hasta que encuentres algo. No soy un monstruo.”

Sonrió. La sonrisa de un depredador satisfecho, seguro de que su presa ya está atrapada y solo falta rematarla.

Me acerqué despacio a la mesa, aparté la silla y me senté. Apoyé las manos sobre la mesa sin apartar la mirada.

“Así que todo lo que construimos en quince años se lo has regalado a otra mujer.”

“¡Es negocio, Ana, no lo entenderías!” Su voz tembló, el rostro se le llenó de manchas. “¡Es una inversión! ¡En mi futuro! ¡En mi libertad!”

En el suyo. No el nuestro. Me borró de su vida con tanta facilidad.

“Lo entiendo”, asentí. “Al fin y al cabo, soy contable, ¿no? Entiendo de inversiones. Sobre todo de las de alto riesgo.”

Lo miré sin sentir dolor ni ira. Solo un cálculo frío y preciso.

No sabía que llevaba diez años preparando mi respuesta. Desde aquel día en que vi por primera vez en su móvil: “Te espero, gatita”. No grité entonces. Simplemente creé un archivo nuevo y lo llamé “Fondo de Reserva”.

“¿Has firmado la donación de tu parte del capital social?”, pregunté, como si hablara del tiempo.

“¡Qué te importa! ¡Se acabó! ¡Recoge tus cosas!”

“Simple curiosidad”, sonreí levemente. “¿Recuerdas la cláusula que añadimos al estatuto en 2012? Cuando ampliamos la empresa.”

¿La que prohibía transferir acciones sin consentimiento notarial de todos los socios?

Marcos se quedó helado. Su sonrisa se desvaneció como una máscara. No lo recordaba. Claro que no. Nunca leía los documentos que le ponía delante. “Ana, ¿todo está en orden? Firmo, confío en ti.”

Firmaba seguro de mi lealtad. Y tenía razón, era leal. A mi causa. Hasta la última coma.

“¡Tonterías!”, se rió nervioso, pero la risa le salió ronca. “¡Eso no existe!”

“Existe. SL ‘Horizonte’. Somos socios al cincuenta por ciento. Cláusula 7.4, apartado B. Cualquier transferencia de acciones es nula sin mi consentimiento por escrito y notarial.”

Hablé despacio, como si le diera una lección a un niño. Cada palabra se clavaba en su mente como un clavo.

“¡Mientes!”, sacó el móvil. “¡Llamaré a Javier!”

“Llama”, me encogí de hombros. “Javier Martínez. Él mismo redactó esos estatutos. Lo guarda todo. Es meticuloso.”

Marcos se paralizó. Entendió que no bromeaba. Javier llevaba con nosotros desde el principio. No era su hombre. Era el de la ley.

Marcos marcó el número. Oí fragmentos: “Javier, Ana dice… estatutos del 2012… cláusula de transferencia…” Se acercó a la ventana, de espaldas a mí. Los hombros tensos. Vi cómo apretaba el móvil como si quisiera romperlo. La llamada fue corta.

Cuando se giró, su rostro mostraba pánico.

“Esto… ¡es imposible! ¡Te demandaré! ¡Tú no tenías participación! ¡Todo estaba a mi nombre!”

“Demanda”, asentí. “Pero recuerda: tu donación no vale nada. Pero el intento de desviar activos por parte de un director general es un delito. Estafa en grado máximo.”

Se desplomó en la silla. El depredador dejó de actuar. Ahora era una bestia acorralada.

“¿Qué quieres?”, bufó. “¿Dinero? ¿Cuánto? ¡Te daré una compensación!”

“No quiero tu dinero, Marcos. Quiero lo que me pertenece por ley. Mi cincuenta por ciento. Y lo tendré. Tú… volverás a lo que traías hace quince años. Una maleta y deudas.”

“¡Yo fundé esta empresa!”

“Fuiste la cara”, corregí. “Pero quien la construí fui yo. Cada contrato, cada factura, cada pago de impuestos. Mientras tú ‘trabajabas’ con Laura en el hotel.”

Se levantó de un salto, tirando la silla.

“¡Pagarás por esto, Ana! ¡Te destruiré!”

“Antes de destruirme”, dije en voz baja, “llama a Laura. Pregúntale si ha recibido la notificación de la ejecución hipotecaria anticipada.”

Marcos se quedó inmóvil.

“¿Qué hipoteca? ¡Le compré la casa al contado!”

“No”, negué con la cabeza, sonriendo con mi sonrisa más profesional. “No la compraste. Me convenciste de que era buena inversión para la empresa. ‘Horizonte’ compró la casa. Luego se la ‘vendió’ a tu amante. Ella firmó un préstamo con nuestra empresa, por el valor total. Con la casa como garantía.”

Yo misma preparé los papeles, Marcos. Fue tu idea. Solo la hice realidad.

“Ayer, como única socia legal, inicié el proceso de cobro.”

Tu Laura tiene treinta días para pagar. Si no, la casa vuelve a la empresa. O sea, a mí.

Su rostro se deformó como si lo hubieran esculpido en cera. Me miraba como a un fantasma, no a la Ana sumisa que aguantó en silencio, sino a alguien frío, peligroso.

Agarró el móvil sin apartar la mirada y marcó.

“¿Laura? Soy yo. Escucha… ¿Qué? ¿Qué notificación? ¿De qué hablas?”

Observé su pánico con casi interés científico. Su voz pasó de autoritaria a temblorosa hasta convertirse en un balbuceo patético. Alguien gritaba al otro lado. Intentó justificarse: “Lo arreglaré”, “Es un error”, pero ya no le escuchaban.

Arrojó el móvil al sofá con tanta fuerza que rebotó y cayó al suelo.

“Tú…”, se volvió hacia mí, jadeando. “¡Eres una perra fría y calculadora!”

Dio un paso hacia mí. Otro. Se me acercó, enorme, rojo de furia.

“¿Crees que es gracioso? ¿Que dejaré que una simple contable arruine lo que he construido?”

Me agarró de los hombros y me sacudió. Mi cabeza se balanceY, cuando volvió a mirarme, supe que por fin veía lo que siempre había estado allí: una mujer que jamás necesitó su permiso para ser libre.

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