Él solía ser un niño ruidoso. Salvaje. Nunca se quedaba quieto.
Pero desde que volvimos de la granja el otoño pasado, no habla más que en susurros.
Y solo duerme en el establo ahora. Abrazado a Margarita, la vaca.
Mamá piensa que es tierno.
Papá dice que es una fase.
Pero yo escuché lo que dijo la otra noche, cuando creyó que nadie lo oía.
Susurró al oído de Margarita:
—No les dije que fui yo. Sé que tú lo viste, pero tampoco dijiste nada. Gracias.
Margarita no se movió.
Solo parpadeó. Lento. Como si lo entendiera.
Cuando finalmente lo enfrenté, lloró.
No de miedo, sino de alivio.
Me agarró la mano y dijo:
—No abras la caja de herramientas. No les enseñes la foto.
No sabía a qué caja se refería.
Hasta esta mañana.
Cuando vi a papá sacarla de la caja de la camioneta.
Y dentro…
Me quedé helada. El aire se me atragantó en la garganta.
No era lo que esperaba. Era peor.
Había una sola foto polvorienta, y lo que mostraba estaba más allá de cualquier cosa que pudiera comprender.
Era una imagen antigua de la granja, una que no reconocía, de un establo cubierto de hiedra, pero algo no cuadraba.
El establo de la foto… seguía en pie.
¿El que visitamos el otoño pasado? Se había quemado hacía dos años.
Tragué saliva con dificultad.
Papá pareció notar mi confusión. Me miró, su rostro se ensombreció. —¿No recuerdas este lugar, verdad?
—No… —musité, con la voz ronca, intentando encajar las piezas.
—Tu hermano pequeño no debía verlo —añadió, su voz más baja de lo normal, casi avergonzada.
—¿Ver qué? —pregunté, desesperada.
Papá no respondió.
En vez de eso, giró la foto. Y ahí fue cuando lo vi.
Allí, en la esquina de la foto, junto al establo, había una sombra.
No era una persona. No era nada que hubiera visto antes.
Era una figura extraña, sobrenatural, alta, imponente y más oscura que el resto de la imagen.
Un escalofrío recorrió mi espalda.
Me giré hacia mi hermano, que ahora estaba en lo alto de las escaleras, su pequeño cuerpo apenas visible.
—No la abras —dijo, casi suplicando.
Su voz era ronca, y sus ojos estaban desorbitados por algo parecido al terror.
—¿Qué viste, Javier? —pregunté con suavidad.
Él miró la foto. Luego negó lentamente con la cabeza.
—No debo decirlo.
—¿Por qué no?
Pero la mirada de Javier se perdió. Parecía atrapado en sus pensamientos, como si algo le impidiera hablar.
Tiritó y susurró: —Margarita sabe la verdad.
Eso no tenía sentido. ¿Qué verdad?
No era propio de Javier decir esas cosas, menos con esa expresión tan seria. Él solía ser el primero en bromear o reírse de cualquier tontería.
Pero aquí no había nada de qué reír.
No podía quitarme la sensación de que algo andaba muy mal, pero no sabía por dónde empezar.
No era la foto lo que me helaba la sangre; era la actitud de Javier.
Algo había pasado en esa granja. Algo que no conocíamos.
Algo que lo asustó tanto que ya no podía dormir dentro de la casa.
Esa noche me acosté, pero el sueño no llegó.
No dejaba de pensar en la foto. En la figura.
Y luego mis pensamientos volvieron al incendio del establo.
Esa era la cuestión: ¿por qué volvimos a la granja el otoño pasado? ¿Por qué nos llevó papá después de tantos años?
Nunca lo había mencionado antes.
Yo nunca pregunté.
Pero ahora sentía que faltaba algo.
Necesitaba saber qué había pasado en esa granja. Tenía que descubrirlo.
A la mañana siguiente, me encontré de nuevo al borde de la propiedad.
El establo ya no estaba, reducido a cenizas y escombros. Pero el aire seguía cargado, como si algo hiciera que mi piel se erizara.
Di unos pasos más, con el corazón golpeándome el pecho.
El viento arreció, y entonces oí un sonido tenue, como un susurro.
Me di la vuelta, pero no había nadie detrás de mí.
Nadie excepto Margarita.
La vaca.
Estaba allí, justo en el lugar donde antes estaba el establo.
Me quedé paralizada.
Nunca había sentido una quietud tan inquietante. Era como si el mundo contuviera la respiración, esperando que algo sucediera.
—Margarita —llamé en voz baja, acercándome.
Ella me miró, parpadeando lentamente, como si lo supiera todo.
Su mirada era pesada, como si llevara un secreto a cuestas.
Me quedé allí mucho rato, observándola.
Era como si el tiempo se hubiera detenido.
Y entonces lo entendí…
Tenía que descubrir lo que sabía Javier.
Tenía que saber lo que sabía Margarita.
Porque, de algún modo, en mi interior, sabía que todo estaba conectado.
La caja de herramientas. La foto. La sombra en la esquina.
Todo era parte de algo más grande.
Esa misma noche, después de cenar, no pude resistirme más.
Subí a la habitación de Javier.
Él no estaba, pero la puerta estaba abierta. Oí que murmuraba algo desde el establo.
No lo dudé.
Entré, pisando suavemente el suelo de madera fría.
Allí, acurrucado en un rincón, estaba Javier, pegado al calor de Margarita.
Me arrodillé a su lado.
—Javier, ¿qué pasó?
No respondió, sus ojos fijos en la nada, en la oscuridad.
—No se lo diré —susurró tras un largo silencio.
Le tomé la mano.
—Dímelo a mí, Javier. Por favor. Necesito saber qué está pasando.
Javier cerró los ojos, y por primera vez vi una grieta en su resistencia.
—No fue mi intención —dijo con una voz apenas audible—. No quería que nadie saliera herido.
Mi corazón latió con fuerza.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué hiciste?
—No quería liberarlo —confesó Javier—. Pero cuando lo vi… no pude evitarlo.
Me quedé allí, confundida.
—¿De qué hablas? ¿Qué viste?
Vaciló, y luego susurró: —La sombra. La de la foto. Era real.
La sangre se me heló en las venas.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué pasó?
La voz de Javier tembló mientras hablaba. —Yo… abrí la caja de herramientas.
Me quedé petrificada.
La caja de herramientas. De eso me había advertido.
—¿Qué había dentro, Javier?
La voz de Javier se quebró al responder.
—Había algo. Estaba en el establo. El incendio no fue un accidente.
Sentí un nudo en la garganta.
—¿Qué estás diciendo?
—Liberé algo —susurró—. Algo que estaba en el establo. Algo que no debíamos ver.
No sabía qué pensar.
Pero de repente, lo entendí.
No quería creerlo, pero sabía que era cierto.
Y Margarita también lo sabía.
Me levanté, con el corazón acelerado.
Tenía que descubrir qué había en esa caja.
Al día siguiente, la abrí.
Lo que encontré hizo que deseara no haberlo hecho jamás.
Dentro de la caja de herramientas había restos de algo retorcido.
Trozos de tela vieja.
Una fotografía desteñida.
Y un símbolo extraño, antiguo, grabado en la madera.Y desde entonces, cada noche, cuando el viento silba entre los árboles, escucho el leve susurro de Javier hablando con Margarita, como si aún intentaran descifrar el secreto que el tiempo no pudo borrar.