**Diario Personal**
Dicen que el día de tu boda es el más feliz de tu vida. Lo que no te cuentan es que también puede ser el día en que tu mundo arda en cenizas mientras te quedas allí, vestida de blanco, viendo cómo todo en lo que creías se desmorona. Me llamo Almudena, y esto es la historia de cómo descubrí que las dos personas en quienes más confiaba me habían estado mintiendo durante meses. Pero, sobre todo, es la historia de lo que hice al respecto: algo tan inesperado, tan devastador, que dejó a todo un salario de rodillas. Algunos lo llamarán venganza. Yo lo llamo justicia.
Hace tres meses, creía tenerlo todo bajo control. Era una maestra de infantil de 26 años, comprometida con Adrián, un apuesto jefe de obras con ojos verdes que se arrugaban al sonreír. Éramos la pareja dorada de nuestro pueblo, Valdemorillo. Mi dama de honor era Jimena, mi mejor amiga desde los siete años, una mujer tan hermosa que los hombres volvían la cabeza al verla. Era mi persona, en quien confiaba ciegamente. Se involucró en la organización de la boda con un entusiasmo contagioso, ayudándome a elegir el lugar, probar pasteles y escribir las invitaciones con su letra impecable. “Te mereces esta felicidad”, me decía, apretándome la mano. “Adrián tiene mucha suerte de tenerte.” Y yo le creí. Confiaba en ellos.
La noche antes de la boda, mi tía abuela Carmen, una mujer tan sabia como bondadosa, me tomó las manos entre las suyas, marcadas por los años. “El matrimonio no es solo el día de la boda, cariño”, me dijo. “Es elegirse el uno al otro cuando todo se complica. Asegúrate de que te elige a ti también.” Asentí, segura de que así sería. Adrián y yo éramos sólidos. Estábamos preparados. Me dormí soñando con caminar hacia el altar.
El 15 de junio amaneció radiante. La mañana fue un torbellino de peinados, maquillaje y risas nerviosas. En la Hacienda del Río, todo parecía sacado de un cuento. Rosas blancas y lilas adornaban cada rincón. Era perfecto. A la 1:30 p.m., Jimena salió del vestidor para revisar las flores. “Vuelvo en un momento”, prometió. “Y no se te ocurra arruinar el pintalabios.”
A la 1:45, la organizadora llamó. “Un pequeño imprevisto”, dijo con voz controlada. “El novio parece ir con algo de retraso.” Un nerviosismo empezó a crecer en mi estómago. Adrián nunca llegaba tarde. Para las 2:00, ese nerviosismo era un nudo en la garganta. La organizadora volvió a llamar. “No conseguimos hablar con él por teléfono.” Intenté llamar a Adrián. Directo al buzón. Intenté llamar a Jimena. Directo al buzón.
A las 2:15, mis padres aparecieron en la puerta, las caras tensas. “Cariño”, dijo mi padre con cautela, “vamos a solucionarlo.” Pero yo ya estaba en movimiento. “El hotel”, dije de repente. “Se quedó anoche en la Posada de Valdemorillo.”
“Almudena, quizá deberíamos esperar”, suplicó mi madre.
“No”, respondí, con voz cortante. “Necesito saber dónde está mi prometido.” Mi tía abuela Carmen apareció a mi lado. “Voy contigo”, dijo con firmeza. “No debes enfrentarte a esto sola.”
La Posada de Valdemorillo era un encantador hostal con historia. La recepcionista, una señora mayor, me miró con una mezcla de confusión y lástima mientras me entregaba la llave de la suite nupcial. El pasillo del segundo piso estaba en silencio, pero al acercarme a la habitación 237, escuché sonidos apagados. Mi corazón latía tan fuerte que todos debían oírlo. Introduje la llave y abrí la puerta.
La habitación estaba a media luz, las cortinas corridas. Mis ojos tardaron en adaptarse, en entender la escena. La cama estaba revuelta. El traje de Adrián, el que debía llevar para casarse, estaba arrugado en el suelo junto al vestido morado de Jimena, mi dama de honor. Y allí, en la cama, estaban Adrián y Jimena, desnudos y dormidos.
El aire se me escapó de los pulmones. La habitación dio vueltas. Detrás de mí, oí el grito ahogado de mi madre y la maldición de mi padre. No podía moverme. Solo me quedé allí, mirando la botella de champán vacía en la mesilla, las joyas de Jimena esparcidas por el tocador, los restos de mi vida.
Adrián se movió, abriendo los ojos. Cuando me vio, de pie con mi vestido de novia, su rostro palideció. “Almudena”, murmuró, incorporándose y despertando a Jimena. “Almudena, puedo explicarlo.”
“¿Explicar?” La palabra fue un susurro, pero cortó como un cuchillo. “¿Explicar por qué estás en la cama con mi mejor amiga el día de nuestra boda? ¿Explicar por qué doscientas personas esperan a un novio demasiado ocupado con mi dama de honor?”
Jimena abrió los ojos, horrorizada. “Almudena, por favor”, balbuceó, aferrando la sábana. “No es lo que parece.”
“¿No es lo que parece?” Me reí, un sonido roto. “Parece que mi prometido y mi mejor amiga me han estado traicionando. Así que, por favor, Jimena, dime qué es realmente.”
No hubo respuesta. Me giré hacia mi familia: mi madre llorando, mi padre con mirada homicida y mi tía abuela Carmen, observándome, esperando mi siguiente movimiento.
“Llámalos”, dije en voz baja. “Llama a los padres de Adrián, a su hermana, al padrino. Que vengan aquí. Necesitan ver esto.”
“Almudena, por favor”, suplicó Adrián, con pánico en los ojos. “Hablemos en privado.”
“¿Privado?” Me volví hacia él, sintiendo cómo algo frío y duro se asentaba en mi pecho. “¿Quieres hablar en privado después de humillarme frente a todo el pueblo?”
Empecé a llamar yo misma. En veinte minutos, la suite nupcial estaba llena con nuestras familias destrozadas. Los padres de Adrián, su hermana Lucía, el padrino… Sus rostros eran un caleidoscopio de asombro y repulsión.
“Fue un error”, dijo Adrián desesperado. “Un error estúpido, por el alcohol. Jimena no significa nada para mí.”
“¿No significa nada?” Repetí, elevando la voz. “¿Te acuestas con mi dama de honor el día de nuestra boda y no significa nada?”
Me acerqué al tocador, donde el bolso de Jimena estaba abierto. Dentro había una tarjeta de hotel: no de esta habitación. “Jimena”, dije, mostrándola. “¿Qué es esto? El Hotel Ribera, de hace un mes, cuando dijiste que visitabas a tu amiga de la universidad… ¿con Adrián?” Saqué otra. “El Grand Hotel, de hace tres semanas, cuando tenías esa ‘conferencia de trabajo’.”
El silencio fue ensordecedor. No había sido un simple error. Llevaban meses mintiéndome.
“Quiero que todos vuelvan a la Hacienda del Río”, dije con calma. “Cuéntenles a los invitados lo sucedido. Díganles que no habrá boda porque el novio estaba demasiado ocupado con la dama de honor.”
“Almudena”, suplicó la madre de Adrián, con la voz quebrada. “Piensa en tu reputación.”
“¿Mi reputación?” Me reí, y esta vez casi fue liberador. “Con todo respeto, no soy yo la que debería preocuparse por eso ahora.”
El regreso a la Hacienda del Río fue surrealEl camino de regreso fue silencioso, pero al llegar, mientras el vestido blanco rozaba mis piernas y el sol se reflejaba en el estanque donde había arrojado el anillo, supe que, por primera vez en mucho tiempo, estaba exactamente donde debía estar.