Era una noche fría y lluviosa en Segovia. Lucía estaba sentada en el suelo de la cocina, abrazando su vientre que ya comenzaba a redondearse. En el salón, Javier hablaba en voz baja con una mujer cuya cara no necesitaba ver para saber quién era. Ya no tenía fuerzas ni para preguntar… todo estaba demasiado claro.
Había sacrificado demasiado: volvió a trabajar, ayudó a Javier a montar su restaurante en Segovia, se dejó la piel. Pero cuando el negocio empezó a ir bien, las primeras palabras que escuchó fueron: “Ahora sí que te quiero”.
Al principio pensó que lo aguantaría. Por el bebé. Pero cuando Javier tiró la fotografía de la ecografía y dijo con voz helada: “Quítate eso de encima, yo pago todo”, entendió que no había nada más que hacer.
En silencio, metió algo de ropa en una bolsa y los ahorros que tenía. Antes de salir, miró la foto de su boda colgada en la pared y susurró: “Ya no lloraré más”.
Tomó un autobús hacia Valencia: una ciudad lo bastante grande para desaparecer, lo suficientemente lejos para que no la encontraran, y nueva para empezar de cero.
Cuando llegó, ya estaba de cinco meses. Sin casa, sin familia, sin trabajo… solo con las ganas de vivir por su hijo.
Consiguió trabajo como camarera en un pequeño bar cerca del puerto. La dueña, doña Carmen, se apiadó de ella y le ofreció un cuartito detrás de la cocina. “Así es la vida, cariño. A veces hay que ser más valiente de lo que somos”, le decía.
En octubre, en el hospital del barrio, nacieron dos niñas. Las llamó Alba y Nora, con la esperanza de que sus vidas fueran luminosas y fuertes, como sus nombres.
Pasaron siete años. Lucía tenía ahora una pequeña floristería en la Calle Mayor, suficiente para mantenerse las tres. Las gemelas eran inteligentes y alegres. Alba, risueña; Nora, más seria… pero las dos locas por su madre.
Una Nochebuena, al ver las noticias, Lucía vio a Javier en la pantalla: convertido en un empresario de éxito en Segovia, dueño de una cadena de restaurantes, casado con ella… con Marta, su antigua amante. Sonreían a la cámara, tomados de la mano, como una familia perfecta.
Pero Lucía ya no sentía rabia. Solo quedaba decepción y una sonrisa amarga.
Miró a sus hijas, llenas de vida. Niñas a las que su padre había querido que no existieran… pero que ahora eran su fuerza.
Esa noche, escribió en Facebook, después de siete años en silencio:
“He vuelto. Y ya no soy la Lucía de antes”.
EL REGRESO
Después de Navidad, Lucía volvió a Segovia con las niñas. Alquiló una casita cerca del centro y empezó a usar el nombre de Laura Méndez.
No quería que Javier la reconociera. Solo quería que probara el mismo sabor amargo del rechazo.
Se presentó como candidata para coordinar eventos en su cadena de restaurantes. Bajo su nueva identidad, pronto se ganó una reputación: profesional, segura, cercana. Javier no la reconoció… al contrario, parecía cautivado por su carisma.
—”Me resultas familiar… ¿nos conocemos de algo?” —le preguntó él en una fiesta de la empresa.
Laura sonrió, con una luz fría en los ojos:
—”Quizás en otro vida. Pero yo soy de esas personas que no dejan huella”.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo.
EL DESCUBRIMIENTO
Con el tiempo, Javier empezó a obsesionarse con Laura. Ella, mientras tanto, dejaba pistas: la canción que siempre ponía, el plato que le cocinaba en su cumpleaños, incluso el poema que él le había dedicado años atrás.
Javier no pudo ignorarlo. ¿Quién era realmente Laura?
Empezó a husmear en su pasado. Los papeles decían: Laura Méndez, de Valencia, madre soltera de gemelas.
¿Gemelas? Se le heló la sangre.
Un día, apareció en su casa sin avisar. Al abrir la puerta, dos niñas lo miraron. Una de ellas preguntó:
—”Tito, ¿por qué tengo tus ojos?”
Fue como si le tiraran un cubo de agua fría por la espalda.
Laura salió y dijo:
—”Ya las conoces. Son tus hijas”.
Javier palideció.
—”¿Eres… Lucía?”
Ella asintió.
—”No. Soy la madre de las niñas que quisiste que no nacieran. La mujer a la que enterraste para estar con tu amante”.
Javier se quedó paralizado. Los recuerdos lo ahogaron: el día que rechazó a su propio hijo, la crueldad de sus palabras. Y ahora, frente a él, dos niñas vivas, prueba de lo que había hecho.
Esa misma noche, volvió y se arrodilló frente a su puerta, llorando.
—”Perdóname. Déjame ser su padre”.
Pero Laura contestó firme:
—”No tienes derecho. No las elegiste. Si quisiste redimirte, ya es tarde. Mis hijas no son tu penitencia”.
—”Solo quiero compensar el daño…”
—”Lo harás” —lo interrumpió—. “A partir de mañana, firmarás el 20% de las acciones de tus restaurantes a la Fundación de Madres Solteras. Y lo reconocerás por escrito. Como disculpa”.
Javier tembló.
—”¿Estás usando a mis hijas para esto?”
Ella sonrió, sin calor.
—”No. Es el precio de lo que hiciste. Para que aprendas lo que significa responsabilidad”.
Meses después, Laura y las niñas volvieron a Valencia. Javier se quedó allí, demacrado, visitando cada día la fundación que llevaba su nombre. Escuchaba historias de mujeres a las que sus maridos habían roto el corazón, igual que él hizo con Lucía.
Una tarde, Alba le preguntó a su madre:
—”Mamá, ¿por qué no le decimos ‘papá’?”
Laura les acarició el pelo.
—”Porque él no las eligió. Yo sí. Así que con que me digáis ‘mamá’, me basta”.
Y así termina esta historia: no con gritos, sino con el silencio de una mujer fuerte. Eligió luchar, y convirtió su dolor en fuerza.
Es la mujer que un día derribaron… pero que se levantó y escribió su propia justicia.





