Expulsada por embarazo a los 14, regresó años después y dejó a todos sin palabras

A sus catorce años, Lucía estaba sentada en el porche de la casa familiar en las afueras de Toledo, con una mochila a sus pies y el móvil al 12% de batería. El viento traía el frío de principios de noviembre, pero no era el aire lo que la hacía temblar, sino el silencio detrás de la puerta cerrada.

Dos horas antes, su madre estaba en la cocina, pálida y tensa, sosteniendo el test de embarazo que Lucía había tirado a la basura, envuelto en papel higiénico.

“Me mentiste”, dijo su madre con una voz fría que no reconocía. “Todo este tiempo. ¿Cuánto llevas embarazada?”

Lucía no supo responder de inmediato. Aún lo estaba asimilando. Ni siquiera le había dicho a Iván, el chico con el que salía a escondidas desde hacía cuatro meses.

“Ocho semanas”, susurró.

Su madre la miró fijamente, luego giró hacia su padrastro, Javier, que acababa de entrar. Al principio no dijo nada, solo cruzó los brazos.

“No te lo vas a quedar”, dijo al fin.

Lucía levantó la vista, sorprendida. “¿Qué?”

“Me has oído. Y si crees que vas a seguir en esta casa mientras arrastras el nombre de esta familia por el fango…”

“Tiene catorce años”, interrumpió Javier con un suspiro. “Necesita consecuencias, Marisa.”

“Pero yo no…”, empezó Lucía, pero la frase se desvaneció. Sabía que nada de lo que dijera importaba.

Al caer la noche, estaba en el porche. Sin gritos. Sin suplicar. Solo una mochila, cerrada con todo lo que había podido coger: dos vaqueros, tres camisetas, su carpeta de mates y un bote casi vacío de vitaminas prenatales que había comprado en el ambulatorio.

El único sitio al que se le ocurrió ir fue a casa de su amiga Nuria. Le escribió, luego llamó. No hubo respuesta. Era noche de colegio.

El estómago se le revolvió. No solo por las náuseas, su nueva compañera indeseada, sino por el peso de lo que se avecinaba: quedarse sin hogar.

Se abrazó más fuerte y miró el barrio. Todo estaba en silencio, cada casa con su luz cálida y su normalidad. Tras ella, la luz del porche se apagó. Su madre siempre la ponía con temporizador.

Eso era todo.

No volvería.

Lucía dejó de intentar contactar con Nuria. Los dedos se le habían entumecido. Cerca de las once de la noche, echó a andar. Pasó por el parque donde quedaba con Iván. Pasó por la biblioteca donde había buscado “síntomas de embarazo” por primera vez. Cada paso pesaba más.

No lloró. Todavía no.

El albergue municipal para adolescentes estaba a ocho kilómetros. Lo había visto en un cartel del instituto. “Refugio seguro para jóvenes. Sin preguntas.” “Sin juicios.” Eso se le había quedado grabado.

Cuando llegó, tenía ampollas en los pies y la cabeza le daba vueltas. La puerta estaba cerrada, pero había un timbre. Una mujer con el pelo corto y canoso la abrió al minuto, examinándola de arriba abajo.

“¿Nombre?”

“Lucía, no tengo donde ir.”

Dentro hacía más calor de lo que imaginaba. No era acogedor, pero sí tranquilo. La mujer, Rosa, le dio una manta, una barrita de cereales y un vaso de agua. Sin sermones. Sin amenazas. Lucía comió despacio, con el estómago revuelto.

Esa noche durmió en una litera en una habitación compartida con otras dos chicas: Marta, de dieciséis, que estudiaba para la prueba de acceso, y Mar, que no hablaba mucho. No le hicieron preguntas. Lo entendían a su manera.

A la mañana siguiente, Rosa la llevó a una pequeña oficina. “Estás segura aquí, Lucía. Tendrás una trabajadora social. Atención médica. Apoyo escolar. No avisamos a tus padres a menos que haya peligro inminente.”

Lucía asintió.

“Y… sé que estás embarazada”, añadió Rosa con dulzura. “También te ayudaremos con eso.”

Fue la primera vez que Lucía sintió que le volvía el aire a los pulmones.

En las semanas siguientes, aprendió lo que era valerse por sí misma. Conoció a Ana, su trabajadora social, quien la ayudó a pedir citas prenatales, organizar terapia y matricularse en un instituto alternativo para chicas embarazadas.

Lucía estudiaba mucho. No quería ser solo “la chica que se quedó embarazada a los catorce”. Quería ser algo más. Por ella. Y por el bebé que crecía dentro.

En Navidad, Iván le escribió por fin: “Oí que te fuiste. ¿Es verdad?”

Miró la pantalla. Y borró el mensaje.

Él lo sabía. Simplemente no le importó lo suficiente comoPero cuando sostuvo a su pequeña Esperanza entre sus brazos, supo que, aunque el camino sería difícil, nunca más estaría sola.

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