La Abuela Emocionada al Descubrir el Collar de la Joven6 min de lectura

El medallón de plata con forma de estrella detuvo el corazón de Elena Mendoza, una mujer de 82 años, por un instante. Más de tres décadas habían pasado desde la última vez que vio aquella joya, y ahora colgaba del cuello de una joven camarera que le servía un café en una modesta terraza en las afueras de Madrid.

“Señorita”, murmuró Elena con voz quebradiza cuando la muchacha dejó la taza sobre la mesa. “Sí, señora”, respondió la joven con una sonrisa amable. “Ese medallón… ¿de dónde lo sacó?”. La chica, de unos 25 años, llevó instintivamente la mano al colgante. Su pelo castaño estaba recogido en un moño sencillo. Sus ojos verdes brillaban con el mismo tono que los de Lucía, la hija perdida de Elena.

“Era de mi madre. Me lo dejó como recuerdo. ¿Por qué lo pregunta?”. Elena no respondió de inmediato. Observó cada rasgo de la joven: la curva de sus labios, el arco de sus cejas, la expresión en su mirada. Todo le recordaba a Lucía.

“¿Cómo te llamas?”, preguntó al fin.
“Alma. Alma Torres.”
“¿Y tu madre?”
“Lucía Torres. Murió hace cinco años.”

El mundo de Elena se estremeció. Lucía, su hija, la que había desaparecido treinta años atrás tras una amarga discusión. Y Torres, el apellido de aquel joven poeta al que Elena había prohibido casarse con su hija.

“Lucía”, susurró la anciana con un nudo en la garganta.
“¿Conoció a mi madre?”, preguntó Alma, sorprendida.
“Tal vez. Siéntate, por favor. Tengo algo importante que decirte.”

Amal, desconcertada, se dejó caer en la silla frente a ella. El café estaba casi vacío; solo unos pocos clientes ocupaban las mesas del fondo.

“Ese medallón”, dijo Elena señalándolo, “se llama Astral. Lo mandé hacer en un taller de la calle Serrano hace más de 35 años. Mi difunto esposo, Alfonso, me lo regaló en nuestro aniversario de bodas.” Alma frunció el ceño. “¿Y cómo llegó a manos de mi madre?”.

“Porque yo se lo di a mi hija en su cumpleaños número 18. A mi hija, que se llamaba Lucía.”

El rostro de Alma palideció. “Sí, querida. Creo que tu madre fue mi hija, y eso significa que tú eres mi nieta.”

Un silencio pesado se instaló entre ambas. Alma observó con incredulidad a aquella mujer elegante, de porte distinguido, vestida con un abrigo caro y joyas discretas pero refinadas. Intentaba digerir lo que acababa de escuchar.

“No puede ser. Mi madre nunca mencionó tener familia adinerada. Siempre vivimos con lo justo.”

“Háblame de ella”, pidió Elena con voz suplicante. “De tu madre. ¿Cómo era? ¿Qué hacía? ¿Qué te contaba de su pasado?”

Alma dudó un momento, y luego comenzó: “Mamá era hermosa. Tenía el pelo castaño y los ojos verdes como yo. Le encantaba pintar, aunque nunca vendió sus cuadros. Trabajaba en una floristería y a veces cosía para ganar algo más. Del pasado hablaba poco. Solo decía que había crecido en una familia con dinero, pero que había roto con ellos.”

“¿Y tu padre?”, preguntó Elena, casi sin voz.

“David Torres. Era poeta, recitaba en cafés y pequeños teatros. Murió cuando yo tenía siete años. Tuberculosis.”

Elena cerró los ojos. David, aquel joven al que había considerado indigno de su hija. Un artista talentoso, sí, pero sin fortuna ni influencias. Había sido la razón por la que Lucía se marchó de casa.

“Después de su muerte, mamá me crió sola. Fue duro, pero siempre decía que nos teníamos la una a la otra, y que eso bastaba. Nunca habló de su familia. Solo a veces miraba el medallón y se ponía triste. Decía que era un recuerdo de cuando fue feliz.”

Con manos temblorosas, Elena sacó su teléfono y mostró una foto antigua. Era Lucía a los 18 años, con el medallón Astral brillando en su cuello.

“Dios mío”, exclamó Alma llevándose una mano a la boca. “Es mi madre. ¿De dónde sacó esta foto?”

“Porque yo soy su madre. Soy tu abuela.”

Alma miró la foto, luego a Elena, y de nuevo la foto. El parecido era innegable.

“¿Por qué nunca habló de usted?”, preguntó con voz quebrada.

“Nos peleamos. Me opuse a que se casara con tu padre. Creí, equivocadamente, que protegerla era alejarla de un hombre sin fortuna. Fui orgullosa y ciega. Lucía eligió el amor y se fue. Nunca volví a verla.”

“¿Y la buscó?”

“Claro que sí. Contraté detectives, ofrecí recompensas, revisé hospitales y registros. Pero fue como si se hubiera esfumado. Tal vez no pudo perdonarme. O quizás el orgullo la detuvo.”

Alma tragó saliva, aún conmocionada.

“¿Y ahora qué quiere de mí?”

“Conocerte. Saber cómo vives, qué sueñas, qué haces. Y, si me lo permites, ser la abuela que debí ser.”

Alma bajó la vista a sus manos, ásperas por el trabajo en el café, y luego a las de Elena, delicadas y adornadas con anillos caros.

“¿Y si se equivoca? ¿Si no soy su nieta?”

“Entonces me daré por contenta de haber conocido a una joven maravillosa que me recordó a mi hija. Pero ese medallón es único. Nadie más lo tendría.”

Alma respiró hondo. “¿Qué propone?”

“Ven a mi casa mañana. Trae a tu hijo si quieres. Muéstrame lo que guardas de tu madre, y, si lo deseas, haremos una prueba de ADN.”

Alma asintió tras un momento de duda. “De acuerdo. Mañana después del almuerzo.”

Elena anotó su dirección en una servilleta. Alma la tomó y leyó, incrédula:

*La Quinta de los Mendoza.*

Sabía muy bien quién era aquella mujer: una de las más influyentes de España.

“¿Habla en serio?”

“Totalmente. Mañana os espero.”

Elena se levantó, dejó un billete de 100 euros para pagar los cafés y se dirigió a la puerta. Antes de irse, se volvió:

“Por cierto, ¿tienes estudios? ¿Algún sueño?”

“Estudiaba Bellas Artes, pero lo dejé cuando nació mi hijo.”

“Mañana hablaremos de eso también.”

Y con paso elegante se marchó, dejando a Alma con el corazón acelerado, una servilleta en la mano y mil preguntas en la cabeza.

**—**

La Quinta de los Mendoza superaba todas las expectativas de Alma. Tras los altos portones de hierro se extendían jardines impecables, fuentes de mármol y senderos bordeados de naranjos. La casa principal, con sus torres y balcones, parecía sacada de un cuento.

Alma caminaba de la mano de su hijo Martín, un niño de ocho años de mirada curiosa y pelo castaño claro.

“Mamá, ¿seguro que es aquí?”, susurró.

“Sí, cariño. Esta señora podría ser nuestra familia.”

Un mayordomo los condujo a la biblioteca, donde Elena, vestida con sencillez pero elegancia, los esperaba.

“Alma, querida”, dijo abriendo los brazos. “Y este debe de ser Martín.”

El niño asintió tímidamente. “Hola.”

“Hola, campeón. Me han dicho que te gusta el ajedrez. Tengo un tablero especial, regalo de un maestro. ¿Me muestras cómo juegas?”

El niño sonrió, relajándose un poco.

Elena les mostró álbumes de fotos: Lucía«Aquí está tu madre a los quince años —dijo Elena abriendo el primer álbum—, justo cuando empezaba a pintar esos cuadros que tanto amabas.»

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