El reloj del recibidor marcaba las horas con un tic-tac suave, resonando por la mansión como un susurro en una catedral vacía. El silencio de la noche solo se rompía por un sonido tenue, casi imperceptible: sollozos ahogados que bajaban por la escalinata principal como un rumor.
Carmen Delgado, de veintisiete años, se detuvo en mitad del pasillo. Iba de vuelta a su cuarto en la zona del servicio, al otro extremo de la casa, pero algo la hizo quedarse quieta, con las orejas alerta.
Eran las tres de la madrugada. Y el llanto volvía a venir, una vez más, de la habitación de Lucía Mendoza.
Llevaba dos semanas trabajando en la residencia de los Mendoza, sustituyendo a su hermana mayor, Ana, que había caído enferma durante sus vacaciones anuales. Los Mendoza eran una de las familias más acaudaladas de Madrid. Don Adrián Mendoza, el patriarca, era un empresario multimillonario, divorciado y vuélto a casar, que apenas pisaba la casa salvo algún fin de semana fugaz. Su hija Lucía, de catorce años, vivía en la mansión con él y su prometida, Verónica.
El trato había parecido sencillo cuando Carmen aceptó: limpiar en silencio, pasar desapercibida y no cruzar líneas. El sueldo era una locura—mucho más de lo que jamás ganaría en su barrio humilde. Los hijos de Ana, Sara, de catorce, y el pequeño Pablo, de seis, dependían de ese dinero.
Pero nadie le había advertido sobre las noches. Las noches en las que Lucía se quedaba sola en esa mansión enorme mientras su padre y Verónica viajaban. Las noches en las que sus sollozos atravesaban los pasillos, negándose a dejarla dormir.
Carmen se decía que debía ignorarlo. No la habían contratado para ser psicóloga. Pero esta vez, el llanto sonaba desgarrador.
Con un suspiro, se enderezó, caminó de puntillas y se detuvo ante la puerta de Lucía.
Vaciló, recordando las palabras tajantes de Ana: *”Nunca te metas. Nunca te involucres con la familia. Mantén la cabeza baja.”*
Pero su conciencia venció a la prudencia. Tocó suavemente.
Ninguna respuesta, solo el llanto.
Carmen abrió la puerta.
La habitación estaba iluminada solo por una lamparita en forma de estrella. Lucía se incorporó de un salto en la cama.
—¡¿Qué haces aquí?! —gritó, agarrando una almohada y lanzándosela—. ¡Lárgate! ¡Llamaré a seguridad!
Carmen atrapó la almohada al vuelo, la devolvió a la cama y cruzó los brazos.
—Es imposible dormir en esta casa —dijo—. Alguien siempre está llorando. ¿Te importa explicarme por qué?
—¡¿Cómo te atreves?! ¡Se lo diré a mi padre y te despedirá! —chilló Lucía, la voz temblorosa entre el enfado y el pánico.
—Pues que me despida —replicó Carmen—. Pero dime, Lucía… ¿qué es tan terrible? ¿Que tu padre olvidó comprarte el collar de diamantes exacto? ¿O quizás se te ha roto una uña?
Los ojos de Lucía se agrandaron, llenándose de lágrimas.
—¡No entiendes nada! ¡Si supieras lo mucho que sufro!
—Oh, te creo —respondió Carmen, sarcástica—. Seguro que es durísimo que un chófer te lleve a todos lados, vivir en un palacio como este…
Lucía parpadeó, confundida.
—¿Por qué iba a ser terrible?
Carmen bajó la voz.
—Cuando tenía tu edad, mis amigas y yo íbamos juntas al colegio, nos parábamos a tomar helado, nos bañábamos en el río. No teníamos mucho, pero al menos teníamos compañía. ¿Y tú? ¿Alguna vez vienen amigas a verte?
Los labios de Lucía temblaron. Negó con la cabeza.
—¿Ninguna? —preguntó Carmen, sorprendida.
—Ni una. Antes tenía una madre —susurró Lucía—. Pero después del divorcio, ella… desapareció. Mi padre me mandó a estudiar fuera. Me puse enferma y me trajo de vuelta. Ahora estoy sola.
Carmen se sentó en el borde de la cama.
—¿Por qué no vives con tu madre?
Lucía bajó la mirada.
—No me quiere. Tiene una nueva familia ahora—un marido, niños pequeños. Mi padre me lo dijo.
El corazón de Carmen se encogió. Pensó en su propia infancia, en momentos en que también se había sentido abandonada. Las palabras le salieron sin pensar:
—Qué cosa más cruel decirle a una hija. Ningún padre decente haría eso.
Y entonces—
Una voz grave y autoritaria cortó el aire.
—¿Estás hablando de mí?
Ambas se quedaron heladas.
Adrián Mendoza estaba en el umbral, alto, de hombros anchos, con una expresión impenetrable.
Lucía dio un respingo y se cubrió con la sábana.
—¡Papá! ¿Ya has vuelto?
La mirada de Adrián se clavó en Carmen.
—¿Quién eres y qué haces en la habitación de mi hija?
—Soy la empleada —balbuceó Carmen—. Solo quería ver si dormía.
—Te dieron las normas —dijo Adrián, frío—. No entras en su habitación. Si oyes algo, llamas a la señora López. No te inmiscuyas.
—Sí… me advirtieron —murmuró Carmen, mirando a Lucía, que seguía escondida bajo las sábanas.
—Estás despedida —declaró Adrián, tajante—. Recoge tus cosas.
El corazón de Carmen latió con fuerza. ¿Despedida? ¿Así, sin más? Su familia necesitaba ese dinero. Pero, más allá de eso, al ver los ojos asustados de Lucía, algo dentro de ella se rebeló.
—Bien —dijo Carmen en voz baja—. Despídame. Pero antes… mire a su hija. ¿Se da cuenta de que llora todas las noches? ¿De que se siente sola en esta casa enorme? ¿De que cree que su madre la abandonó porque usted se lo dijo?
—Basta —espetó Adrián, con la mandíbula apretada.
La voz ahogada de Lucía irrumpió:
—Papá… ¿es verdad? ¿Mamá realmente no me quería? O… ¿fuiste tú quien lo dijo?
El silencio fue denso. Por un instante, Adrián pareció humano—los hombros caídos, la mirada oscura.
—Duérmete, Lucía —dijo al fin, ronco—. Hablaremos mañana.
Dio media vuelta y se fue.
Carmen se quedó en la puerta, indecisa. Entonces, una mano pequeña agarró su manga.
—Por favor —susurró Lucía—. No te vayas.
Carmen se quedó hasta que la chica se durmió, agotada por el llanto. Le apartó un mechón de pelo de la cara y murmuró:
—No estás sola. Recuérdalo.
A la mañana siguiente, Carmen esperaba ser escoltada fuera de la propiedad. Había empacado sus cosas y esperaba en la cocina del servicio.
Pero en vez del seguridad, fue Adrián quien entró.
Parecía distinto a la luz del día—menos intimidante, más cansado. Dejó una carpeta sobre la mesa.
—Fui duro anoche —reconoció—. Te pasaste, sí. Pero quizás había que pasarse.
Carmen parpadeó, sorprendida.
—He estado… protegiendo a Lucía de su madre. No porque su madre no la quiera, sino porque… no quería que viera la verdad. Pensé que era más fácil que creyera que todo había terminado. —Se pasó una mano por la frente—. Quizás me equivoqué.
Carmen guardó silencio.Adrián suspiró y añadió con una sonrisa cansada: “Quedaos, Carmen—el dinero sigue en la cuenta, pero ahora, por fin, esta casa también se siente como un hogar”.