La médica de emergencias descubrió un misterioso papel en las manos temblorosas de su exmarido…

**Diario personal**

Un día de otoño, llegó una llamada urgente al servicio de emergencias: *«Niño de cinco años, fiebre alta, pérdida de conocimiento, posible paro cardíaco»*. La ambulancia se dirigió a una zona de lujosas mansiones, algo inusual para ellos. Normalmente, esas familias prefieren médicos privados o clínicas propias.

Los doctores Lucía y Javier llegaron al lugar. Cuando la ambulancia se detuvo frente a aquella casa imponente, se miraron con extrañeza. Rara vez atendían a pacientes así en el sistema público.

Pero al abrirse la puerta, Lucía se quedó paralizada. Ante ella estaba su exmarido: Álvaro Gutiérrez Mendoza. El tiempo lo había envejecido, con un rostro más anguloso y una mirada angustiada.

—¡Dios, Lucía! ¡Por favor, salva a mi hijo! —gritó casi desesperado—. Pedí específicamente que vinieras tú. Sé que eres la mejor. ¡Lleva más de diez minutos sin reaccionar!

—¿Le hicisteis reanimación? —preguntó Lucía rápidamente.

—Sí, empezamos. Pero yo vine a abrirte, y mi esposa sigue con el masaje cardíaco.

—¡Vamos entonces! —ordenó ella, entrando primero.

Lucía siempre había sido confiada. No por estupidez, sino porque veía lo bueno en las personas. Eso la había llevado a Álvaro años atrás. Todos le advirtieron: *«Es un seductor, egoísta y calculador»*. Pero ella insistía: *«Mi Álvaro es diferente»*.

Se conocieron en la misma ambulancia, cuando ella era una joven residente y él, jefe del servicio. Lucía, delgada, de cabello rubio y ojos verdes, parecía una adolescente incluso con la bata blanca. Álvaro, cirujano de formación, ya había salvado cientos de vidas. Fuerte, de hombros anchos y barba cuidada, transmitía seguridad. Le encantaba desestresarse en su moto negra después del turno.

Todos esperaban que Álvaro, conocido donjuán, la dejara pronto. Pero con Lucía fue distinto: amable, protector. Un año después, se casaron. Para muchos fue una sorpresa: ¿él, comprometerse?

La vida era dura. Los sueldos de médico eran bajos, el papeleo interminable, y la carga, agotadora. Muchos abandonaban, pero ellos seguían. Lo hacían por vocación, no por dinero.

La madre de Álvaro, Carmen, entendía su sacrificio. Había trabajado toda su vida en un hospital, criándolo sola después de que su esposo desapareciera en los 80. Adoró a Lucía desde el primer día. Para ella, la joven era como la hija que nunca tuvo.

Fue Carmen quien impulsó la clínica privada. Álvaro dudaba, pero Lucía apoyó la idea. Carmen lo hizo todo: buscó local, gestionó permisos, contrató personal. Los primeros años fueron lentos pero exitosos. Carmen, además de excelente médica, tenía talento para administrar.

Lucía, mientras, estudió dermatología y cosmética, compaginándolo con su trabajo. Pero el ritmo tuvo consecuencias: nunca tuvieron hijos. A Álvaro no le preocupaba, pero Lucía sentía el peso del reloj biológico.

Cuando la clínica despegó, Lucía ganó reputación. Su nombre era sinónimo de esperanza para pacientes desesperados. Los ingresos crecieron.

Pasaron cinco años. Lucía seguía trabajando sin descanso, ajena a los asuntos administrativos. Álvaro, aunque seguía siendo cariñoso, tomó el control real de la clínica.

Un día, un mensaje anónimo en redes le dijo que Álvaro la engañaba. Lucía lo ignoró, confiando en él. Pero cuando Carmen murió repentinamente en la cena, aquel mensaje volvió a su mente.

En el funeral, Lucía estaba destrozada. Recordó un comentario de una paciente: *«¿Álvaro aún sale en moto?»*. *«No, hace años»*, había respondido. *«Qué raro, lo vi hace poco con una mujer morena»*.

Poco después, descubrió la verdad. Álvaro no quería compartir la herencia con ella, pero lo peor fue saber que llevaba una doble vida. Su amante era Victoria, la joven secretaria de la clínica, embarazada de cuatro meses.

—¿Cómo pudiste? —susurró Lucía, sintiendo que algo se rompía dentro de ella.

—Lo siento, Lucía. Con ella me siento joven otra vez —dijo él, frío—. Te dejaré el piso.

—¿Y la clínica?

—Es mía. Pero no te preocupes, ya tengo tu reemplazo.

Lucía no peleó. Se fue en silencio, con dignidad.

Volvió a la ambulancia, donde se sentía en casa. Poco a poco, recuperó su ritmo. Un año después, conoció a Javier, un enfermero de pasado difícil: marinero, luego obrero, y finalmente, médico. Tras perder a su familia en un accidente, encontró paz ayudando a otros.

Se hicieron amigos. Javier admiraba su profesionalismo. Con el tiempo, nació algo más. Se casaron y tuvieron dos hijos: Hugo y Marta.

Pero el destino guardaba otra sorpresa. Una noche, la ambulancia la llevó de vuelta a la casa de Álvaro. Su hijo, Pablo, estaba grave. Lucía lo salvó.

Álvaro, ahora enfermo, le confesó: *«Eres mejor persona que yo»*. Le entregó un documento de Carmen, donde dejaba el 35% de la clínica a Lucía.

—Puedes reclamarlo —dijo él.

—No lo necesito —respondió ella—. Tengo todo lo que quiero.

Álvaro murió meses después. Victoria se fue, dejando a Pablo. Lucía y Javier lo adoptaron, dando al niño una familia que lo amara.

Usaron el dinero heredado para montar una clínica gratuita, ayudando a quienes no podían pagar.

Javier propuso formalizar todo legalmente, pero Lucía sonrió:

—No hace falta. Confío en ti.

—Y yo en vosotros —dijo Pablo, mirándolos con seguridad.

Lucía asintió. *«El amor y la confianza son lo único que importa»*. Y fue a preparar el desayuno, como cada mañana.

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